Jueves, 16 de junio de 2011 | Hoy
CINE › LA DOBLE VIDA DE WALTER, DE JODIE FOSTER, CON MEL GIBSON
El bienvenido regreso de Foster a la dirección pone en escena a un torturado personaje que solo puede comunicarse a través de un títere que, con el correr del metraje, se volverá algo siniestro. Pero una innecesaria subtrama le resta tensión.
Por Luciano Monteagudo
Tal como le sucede al personaje protagónico, hay dos películas que luchan una contra la otra en La doble vida de Walter. Por un lado, se percibe algo decididamente incómodo, perturbador, fuera de norma en el bienvenido regreso a la dirección de Jodie Foster. Pero esa zona oscura de la película debe convivir con otra mucho más estereotipada, rutinaria, convencional. En ese combate muchas veces desigual entre el Ello del excéntrico guión de Kyle Killen y el exigente Superyo de Hollywood, con toda su batería de normas y reglas para conformar al gran público, el Yo de la directora encuentra un raro equilibrio en la impensada figura de Mel Gibson, capaz de exorcizar algunos de los demonios interiores que en los últimos tiempos lo llevaron a los titulares de las páginas más amarillas de la prensa sensacionalista.
“Este es un retrato de Walter Black, un individuo con una depresión crónica incurable”, dice una acartonada voz en off –a la manera de la de un locutor de un viejo documental– mientras el odioso Gibson yace flotando inerme sobre una colchoneta, en la piscina de su casa, con los brazos extendidos como un Cristo crucificado en el altar del conformismo suburbano. El relator informa que no ha habido terapeuta ni terapia, ortodoxa o alternativa, que haya podido arrancar a Walter de su limbo. El diálogo con su mujer (la propia Foster) se ha vuelto inexistente y la distancia y el desapego con sus hijos es tan profundo que el menor acusa serios problemas en la escuela y el mayor directamente lo odia. Lo que el espectador no tardará en descubrir es que esa voz engolada que describe en tercera persona el calvario del señor Black no es otra que la del propio Walter. O, para ser más precisos, la de su otro yo, un raído títere de puño con la forma de un castor, no necesariamente amigable.
Sucede que una noche en la que la señora Black, harta de su esposo, lo echa finalmente de la casa (al menos para que reaccione o pronuncie una palabra), el bueno de Walter encuentra en la basura a ese castor, tan solo y abandonado como él. Bastará que Walter fracase en su torpe intento de suicidio para que llegue a la conclusión de que quien lo ha salvado ha sido ese títere que lleva en su mano izquierda y que de ahí en más nunca dejará de acompañarlo, ni siquiera bajo la ducha. El castor, sin embargo, se convierte en algo más que en su salvador: llega a ser su alter ego, la voz que a Walter le faltaba, con la cual es capaz de decir cosas –sobre la vida, el trabajo y la familia– que ni él mismo sabía que era capaz de pronunciar.
Que en un principio Walter y su castor regresen a casa, se ganen de nuevo la confianza de su mujer y de su hijo menor (con el otro no hay caso) y hasta puedan asumir la dirección de su empresa –una fábrica de juguetes, nada menos, de pronto exitosa bajo la nueva conducción bipartita–, no oculta el hecho de que en algún momento todo ese súbito, artificial paraíso comenzará a derrumbarse. El títere –que comparte incluso los momentos más íntimos, como ese extraño ménage-à-trois que conforma en la cama con Walter y su mujer– irá tomando posesión del señor Black, un poco en la mejor tradición de Al caer la noche (1945) y Magia (1978), donde el ventrílocuo pasa a ser víctima de su muñeco.
Es una pena que el film de Foster, que como directora había probado –en Mentes que brillan (1991) y Feriados en familia (1995)– tener una aguzada sensibilidad para retratar mundos familiares poco convencionales, se deje ganar por una subtrama del guión que, como el castor del título, poco a poco se va apropiando de la película hasta eclipsar la trama principal. En esta segunda película dentro de la primera, el hijo mayor de Walter (el anodino Anton Yeltin) también se empeña en descubrir su propia voz, y no solo la suya, sino también la de la chica de la cual se ha enamorado (Jennifer Lawrence, la protagonista de Lazos de sangre). Pero en esta zona de la película todo es tan lineal, tan previsible, tan moralista que parece colocado allí expresamente para morigerar los efectos nocivos que pudiera tener el otro costado de La otra vida de Walter, aquella donde el castor en cuestión causa estragos en todos los sentidos, al punto de que por momentos no se sabe si se está asistiendo a una farsa de humor negro o a la punta del iceberg de un film de terror.
Considerando que The Beaver se rodó a fines del 2009 y que estuvo escondida hasta el Festival de Cannes de mayo pasado, cuando ya se suponían extinguidos los ecos del escándalo en el que estuvo inmerso Mel Gibson (acusado de abusar física y verbalmente de su compañera), la película parece pasible ahora de ser leída de manera confesional. ¿Por qué si no un actor otras veces tan limitado como Gibson luce aquí tan sincero? Es como si con un títere su amiga Jodie Foster lo hubiera ayudado a sacudirse de encima al monstruo que tiene adentro.
7-LA DOBLE VIDA DE WALTER
The Beaver,
Estados Unidos, 2011
Dirección: Jodie Foster.
Guión: Kyle Killen.
Fotografía: Hagen Bogdanski.
Música: Marcelo Zarvos.
Intérpretes: Mel Gibson, Jodie Foster, Anton Yeltin, Riley Thomas Stewart, Jennifer Lawrence.
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