Viernes, 3 de agosto de 2012 | Hoy
CINE › EL SOL, LARGOMETRAJE ANIMADO DE AYAR BLASCO
En la búsqueda de un humor desaforado y anárquico, la película del director de animación de Mercano el Marciano pierde coherencia interna. Los personajes protagónicos viven una serie de situaciones disparatadas después de un ataque nuclear.
Por Ezequiel Boetti
Los cortos de animación vernáculos conforman un fenómeno que se cocina a fuego lento pero constante desde hace varios años. Basta ver la lista de los films más premiados y reconocidos de los últimos años (El empleo, la precandidata al Oscar Luminaris, Teclópolis, entre otros) y se verá que gran parte de ellos nacieron de la conjunción de un lápiz y un papel o de una computadora puesta al servicio del ingenio artístico. Pero del corto al largo hay –valga la redundancia– un largo trecho: el humor cortito y al pie, desaforado y anárquico es funcional a una historia a desarrollarse en un puñado de minutos, pero corre el riesgo de desinflarse si se lo utiliza a mansalva durante poco más de una hora, mientras que una historia de largo aliento requiere una coherencia no necesariamente extemporánea, pero sí interna, generada a través de la armonización de las acciones del universo planteado. Dos cuestiones que El sol, primer largometraje de Ayar Blasco, reconocido por la dirección de animación de Mercano el Marciano y los cortos del portal Chimiboga.com, no logra resolver.
El mundo ya no es lo que era. Esto, dicho no en el sentido metafórico, sino en el literal: todo cambió después de un ataque nuclear que obligó a los sobrevivientes a reconfigurarse en pequeñas poblaciones. Una de ellas, “la última reserva humana y democrática”, es la de Poblar. Comandada por un político argentino con la voz del Doctor Tangalanga –situación que dará pie al mejor chiste de la película–, se trata de un crisol de personajes a los que se sumarán dos rastreadores de una comunidad vecina. De allí en adelante, el dúo vivirá una serie de situaciones disparatadas, marcando así el primer problema de El sol. Problema que no pasa por la falta de verosimilitud –recurso generalmente eficaz en la animación, al fin y al cabo punto máximo de la plasticidad de lo imposible–, sino por la incapacidad de generar un universo sólido capaz de justificarla. Como si la trama fuera un mero vehículo para la sucesión episódica de situaciones inconexas y no al revés.
Esa arbitrariedad narrativa se amplifica por una suerte de referencialidad endogámica constante. Blasco comparó la simpleza estética de su animación con la de South Park o Beavis and Butthead. Comparación por demás válida, si se tiene en cuenta que las tres hacen menos eje en la belleza visual de los trazos que en lo que hay detrás. El segundo problema de El sol es justamente ése, lo que hay detrás. O más precisamente lo que no. Si aquellas series –y también Mercano el Marciano– crean un retrato –y un relato– irónico a partir de tomar los usos y costumbres de la sociedad circundante y los exprime hasta que duelan (“Over Logging”, el mejor capítulo de South Park, es paradigmático en ese sentido), El sol empieza en una línea similar, ilustrada sobre todo en el personaje del político, para luego encerrarse progresivamente en referencias propias y autosuficientes, construyendo así una espiral cuya culminación es el propio universo de Blasco. Allí está la inclusión con fórceps del Ratón Disney, una de las estrellas de Chimiboga, mero guiño cómplice a aquellos conocedores de los cortos antes que un llamado de atención para potenciales seguidores.
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