Viernes, 9 de noviembre de 2012 | Hoy
CINE › NI UN HOMBRE MAS, PRIMER LARGOMETRAJE DE MARTIN SALINAS
Por Horacio Bernades
Una de las cuestiones que atraviesan el cine argentino reciente es el tema del género (del género cinematográfico, se entiende), con películas que lo abordan de modo clásico (Dos más dos, Masterplan) y otras que prefieren hibridarlo, cruzarlo, enrarecerlo (La araña vampiro, Los salvajes). Para su debut como realizador en el largometraje, Martín Salinas (que cuenta con amplia experiencia como guionista, en producciones mexicanas de primera línea) eligió ceñirse al modelo de la comedia negra, en la que –como en El tercer tiro, de Hitchcock– un grupo de personajes no muy presentables, aunque tampoco del todo antipáticos, intentan esconder un cadáver. Dos cadáveres, en este caso.
Además de su experiencia previa como guionista, Salinas es autor del que posiblemente sea el mejor corto de la última edición de Historias breves, estrenada meses atrás. Se llamaba Bajo el cielo azul, transcurría –como Ni un hombre más– en medio de la selva misionera y narraba, con notable poder de síntesis y justísimas elipsis narrativas, una historia que empezaba siendo ingenua y terminaba siendo sórdida. Todo en unos 10 minutos. Que ya en la primera escena de Ni un hombre más, Valeria Bertuccelli (sin dudas, la comediante más dotada del cine argentino actual) muestre algunos titubeos, es un signo preocupante, que no hará más que confirmarse. La escena está bien presentada, entre otras cosas porque el guión de Ni un hombre más (que cuenta con asesoría de media docena de expertos) está mejor armado que la película en sí. Pareja como cualquier otra, Bertuccelli y Juan Minujín están en un auto, reciben un dinero, cruzan un par de diálogos algo indescifrables, de pronto se oyen unos golpes en el baúl y comienzan a dudar de si ir a ver qué pasa o no. Quien haya visto Buenos muchachos o alguna de Tarantino sabrá qué pasa.
Con Bertuccelli varada en una hostería con ciertas pretensiones, Martín Piroyansky como chef y encargado, Luis Ziembrowski como policía que habla en guaraní, Emme como muñeca brava, un grupo de hermanitas de la caridad y el clásico botín-que-todos-se-disputan, el problema básico de Ni un hombre más es de timing. No necesariamente de velocidad: tal vez por su componente mortuorio, las comedias negras no requieren tanta rapidez como sus parientes cercanas. Pero sí requieren timing. Eso que hace que no haya un segundo de notas falsas en los diálogos, que los cadáveres aparezcan cuando tienen que aparecer (ni antes ni después), que las acciones se encabalguen antes de que el espectador tenga tiempo de pestañear. No es una química sencilla y, de Carlos Schlieper y Manuel Romero para acá, en el cine argentino no abundan los casos en los que ese reloj cómico funcione a tiempo. Esos segundos de ralentamiento permanente restan eficacia a Ni un hombre más. Sumado a que, a pesar de la abundante asesoría de guión, los personajes no llegan a estar del todo redondeados. O ser más o menos atractivos. O absolutamente repulsivos, que hubiera sido otra posibilidad.
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