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Sábado, 24 de noviembre de 2012

CINE › PUNTOS ALTOS DE LA COMPETENCIA LATINOAMERICANA

Dolor en Malvinas, apestados en Lima

 Por Juan Pablo Cinelli

Desde Mar del Plata

El cine vuelve a tener como punto de partida su cruce con la literatura en el marco de la Competencia Latinoamericana del Festival de Cine de Mar del Plata. Aunque esa encrucijada existe, quedarse en eso es decir muy poco de La forma exacta de las islas, segundo documental de Edgardo Dieleke y Daniel Casabé (el anterior es Cracks de nácar). Porque existe, pero es sólo la punta del ovillo atado a la entrada de un laberinto. Todo empieza con un viaje a Malvinas realizado por Julieta Vitullo en 2006, quien desarrollaba una tesis sobre la guerra a partir de los libros de ficción escritos sobre ella. Con las novelas Los pichiciegos, de Fogwill, y Las islas, de Carlos Gamerro, como referencia, Julieta cambiará sobre la marcha su planificación tras conocer a Dacio y Carlos, ex soldados que se encuentran ahí para buscar algo que han dejado en su paso por esas tierras. Los videos grabados por Julieta resultan ser un eje del relato; el otro, las escenas rodadas por los directores durante un viaje posterior. Ambos son intercalados con tanta sutileza que no es posible notar sino hasta después de la proyección que la película no narra la entrada a un laberinto, sino la búsqueda de la salida. El relato se nutre de aportes valiosos: el pensamiento de esos ex combatientes que el destino puso en el camino de Julieta; los fragmentos literarios elegidos con acierto; la voz de algunos isleños; y los textos originales, algunos tomados de los diarios de viaje de Julieta y otros escritos para la película, pieza clave de la de este film de búsqueda. La forma exacta de las islas relata la pérdida e intenta poner palabras e imágenes al dolor de lo irrecuperable, pero sorpresivamente encuentra una salida luminosa donde no la buscaba. La última secuencia tiene la belleza del hallazgo inesperado y confirma que el cine puede ser también un camino de sanación. También bella y conmovedora es la peruana El limpiador, de Adrián Saba, ficción fantástica que imagina a la ciudad de Lima sitiada por una peste desconocida que mata a los infectados (sobre todo hombres adultos) en menos de 24 horas. Dentro de ese escenario se encuentra Eusebio, quien se dedica a limpiar y desinfectar los lugares en donde mueren las víctimas. Durante uno de sus trabajos en la casa de una mujer que acaba de morir, Eusebio encuentra un niño escondido dentro de un placard. Aunque intenta desentenderse, este hombre solitario y seco acabará por hacerse cargo del chico, y pronto la relación entre ellos empezará a crecer. A partir de un realismo distópico, El limpiador es una fábula sobre la despersonalización y la insensibilidad de la vida moderna, y de un mundo tan enfermo que la sola mención de la felicidad merece tener su castigo. Con algo de los cuentos fantásticos de Ray Bradbury (leer El niño invisible), la película de Saba descoloca un poco con un final oscuro. Pero si no se le recrimina a la comedia que consiga hacer reír, ¿es posible reprocharle al drama algunas lágrimas perdidas? Tal vez no; o al menos no en este caso.

No puede decirse lo mismo de la mexicana Después de Lucía, de Michel Franco. Con la excusa de abordar el tema de los abusos escolares entre adolescentes, la película se ensaña con Julieta, que junto a su padre acaba de mudarse de ciudad tras la trágica muerte de su madre. Franco filma la abrumadora tortura a la que la niña es gradualmente sometida por sus nuevos compañeros, como si se tratara de una espiral hacia el infierno en donde todo lo que puede terminar mal lo hará peor. Es imposible ver Después de Lucía sin preguntarse si es lícito hacer desde el cine una exhibición semejante: la vieja discusión del fin y los medios para alcanzarlo.

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