Viernes, 11 de agosto de 2006 | Hoy
CINE › A RAIZ DEL ESTRENO DE “LAS MANOS”, GRACIELA BORGES HABLA DE LOS DIRECTORES QUE MARCARON SU CARRERA
La actriz de El dependiente, Crónica de una señora y La ciénaga repasa los altibajos de su trayectoria, explica por qué no se reconoce como diva y qué la hizo aferrarse a los directores sub-35 desde que Lucrecia Martel impuso un antes y un después en su carrera. “Yo creo que hacer personajes tan trágicos en el arte me hizo muy bien para la vida, pero ahora me gustaría hacer algo más ligero”, confiesa.
Por Julián Gorodischer
¿Cuántos rostros siempre iguales a sí mismos hay en el listado de “estrellas” argentinas? Graciela Borges responde, en persona, a todos los mitos en torno de su figura, ni un gramo menos entradora, con los rulos esponjados y la tez pálida, portadora del aire contradictorio que aflora al combinarse la voz grave y susurrada (¡esa voz!) en el panteón de la farándula con un trato cariñoso. Habita un mundo de pura ambigüedad en el que conviven varios rótulos contrapuestos: ella, “la señora”, se subió al escenario de la revista de Nito Artaza para hacer el racconto bailado de su filmografía; o luego ella misma, “la actriz de Favio”, se infiltró en las portadas de revista de farándula por un romance con un arquero veinte años menor. Se llama a silencios esporádicos que contradicen la innumerable portación de anécdotas de trato amistoso con Paul Newman, Roman Polanski y hasta Pablo Picasso (que le dedicó un dibujo sobre una servilleta). Una dama, sin embargo, no abunda en sus conquistas.
Se suele escapar de la repercusión de sus grandes éxitos en la pantalla que van desde la lejana Zafra, de Lucas Demare, a la multipremiada La ciénaga, de Lucrecia Martel, donde se hizo conocer ante una generación que la creía perdida, apenas conocida como un nombre propio que deslumbró a padres y abuelos en El dependiente, de Leonardo Favio, o la que se codeó en el set con Roman Polanski (en Afternoon of a Champion, dirigida por Frank Simon), enamorada de la cámara por la capacidad intacta de suspenderse con naturalidad y entrega.
“Intensa”, decretó alguien después de Crónica de una señora y selló un estereotipo cercano a la verdad. ¿Qué otra cosa sugeriría esa voz barroca que se lleva tan bien con las señoras de una burguesía que no existe más? Lo que cambió, del 2001 a esta parte, cuando Martel le asignó esa alcohólica perdida en las montañas salteñas, es la aparición de un nuevo disfrute en afearse, hacerse pesada (como se la ve en Las manos, de Alejandro Doria), vinculada a la pobreza y la austeridad de su personaje Perla (colaboradora y sanada por la imposición de manos del padre Mario Pantaleo) o decadente como la mansión que debió tener un esplendor, en La ciénaga. Huele, con gusto, el hábitat que no le corresponde; se enamora de su propia imagen distorsionada, como pequeña revancha a ese extraño sufrimiento que le provocaba, en el pasado, la oda a su belleza bien criolla.
–Juro por la vida de mi hijo que no tengo la menor conciencia de cómo fue que empezó esto de la diva. Me fijo, eso sí, en la lente o en qué luz está sobre la cara. Pero ahora no quiero estar linda... Así fue como elegí en La ciénaga pelearme con Mercedes para ver quién estaba más fea. Nos comprábamos tierra química y nos la pasábamos por el pelo para que estuviera realmente sucio, para transmitir esa cosa deteriorada.
–Pero no siempre fue así...
–Antes, cuando ponían en las críticas de los diarios elogios a la “belleza”, yo empezaba a temblar. Por momentos era un obstáculo. Recuerdo una nota que hablaba de Graciela Borges con demasiado maquillaje, sin considerar que era un personaje de los años ’40, y la gente se maquillaba mucho. Yo puedo ser autocrítica, pero no se justificaba.
Pura paradoja, como este día en el que la instalan en un lujoso salón del Hotel Hilton (curiosa elección) para presentar la crónica de los márgenes que es la película de Doria, sobre la miseria, el dolor de hombres y mujeres esperanzados en la sanación milagrosa. Ante la observación, sonríe, se acomoda ese mechón rebelde que no le gustaría que se viera reflejado en la foto posterior, pide que se la acompañe al día siguiente a ver Las manos al corazón de La Matanza, en excursión especial a la que se ofrece a llevar en su auto: “¡No vengas hoy!” Lo suyo es épico: someterse a preguntas repetidas y entablar con cada cronista la misma relación de extrema intimidad que incluye caricias, piropos y mutua comprensión y que deberá culminar (al menos esta vez) con la foto souvenir con ella como compañía. El viaje hacia atrás comienza con aquella morocha que sedujo a los principales festivales del mundo en El dependiente, Crónica de una señora y Heroína, sigue con su conversión a huella inconfundible del cine de los ’80 en Pubis angelical, El infierno tan temido, Los pasajeros del jardín, Pobre mariposa, musa del cineasta Raúl de la Torre, hasta ser la cara visible del episodio de censura previa más recordable de finales de los ’80 que sufrió el Kindergarten de Jorge Polaco: nunca se estrenó.
–A los 14 años (sobre su protagónico en Zafra, de Lucas Demare) nadie tiene noción de sus sentimientos, de lo que en realidad quiere. Mi padre no quería que yo fuera actriz y eso me dio cierta sensación de culpa, de no ser gozadora.
–¿Cuál de sus películas hubiera elegido como debut?
–Cualquiera de Leonardo Favio, o Heroína: porque me gustó mucho la dirección de Raúl de la Torre, y hablaba de muchas cosas de la vida, de la patria. En esa época me contacté con la psicoanalista Marie Langer, con la que estuve tres meses como paciente. Pude hablar de cosas personales muy fuertes: del conflicto con mi padre. ¿Por qué no tenía su aceptación? ¿Cómo podía no quererme? (Al punto de llevarla a pedir prestado el apellido Borges al escritor canónico y archivar el verdadero, Zabala.) La pregunta era si él me amaba; por qué nunca había ido a verme al cine.
–Con El dependiente, bajo la dirección de Leonardo Favio, ¿se empezó a sentir más afianzada?
–En 1971 tenía el reconocimiento internacional de Crónica de una señora (por la que ganó la Concha de Oro de San Sebastián), pero eso no me hacía sentir asentada; vengo de una familia bastante quejosa, melancólica...
La vida, dice Borges, siempre fue más atractiva que las películas. Por eso se toma sus famosos tiempos sabáticos, matizados por su pasión reciente por la radio (en FM La Isla con “La Borges en casa”, donde entrevista a “artistas”). “¡Es que trabajé tanto tiempo tan seguido! Y en televisión veo tanta chatura. Pero Carolinita, Dolores, Belén, Julietita (su entorno: el elenco completo de la tira ‘El tiempo no para’) son de la casa; eso es otra cosa. Yo las quiero y ellas me eligen. Es un placer para mí.” De una Graciela Borges más o menos reciente, resonó la imposibilidad de estrenar Kindergarten (1989) luego de una denuncia por supuesto abuso de menores que la dejó fuera de las salas. Ella lo respalda. “Lo que pasó con Kindergarten le cambió la carrera a Jorge Polaco –recuerda–, luego hizo cosas de comedia, pero él nació para ser un provocador. Su esencia es lo oscuro, lo que remueve las conciencias. Además yo no había tenido escenas sexuales en esa película y la que se objetó era estúpida: las institutrices alemanas bañaban a los chicos sin ropa y yo lo hice vestida, de negro, el escote cerradísimo.”
Desde Sabés nadar (Diego Kaplan, 1997) se aggiornó a los tiempos que corren: se vinculó con una camada de actores y directores jóvenes que llegaron de la mano de su hijo, compartió escena con él en Un tal Funes (de Raúl de la Torre) y en La ciénaga, aunque no cree que tal experiencia vaya a repetirse. “Me olvido de que trabajé con él... No compartimos ninguna escena en Un tal Funes. Es un chico muy especial, ahora no quiere ser más actor, está filmando un corto con el cameraman de Gus Van Sant, algo sobre los Babasónicos. Nunca me pidió consejos, pero conversamos sobre la vida, sobre la gente, sobre él. Pero mi relación con Carolinita, Julietita, Luisito –sigue Borges– fue independiente. Lucrecia Martel entró a mi vida y me dijo: Yo sin vos no hago la película, porque era fanática de Heroína. Decidí que mi Mecha (su personaje) sería alcohólica, no borracha.”
Podría disertar sobre esa distinción para no equivocarse y caer en la maqueta del adicto perdido. Quiso que no se notara demasiado porque “los alcohólicos están en un borde entre lo achispado y lo totalmente borracho, sin definirse”. Así se la vio en La ciénaga, cronificada en ese paisaje derruido en el que fue una pieza gastada más de la casa o la naturaleza.¿Prefiguró allí la crisis, la decadencia posterior a 2001? Ese papel inolvidable llegó como el relanzamiento que la hizo conocer ante una nueva generación, le valió un Cóndor de Plata a la mejor actriz y una comparación del Corriere della Sera con Anna Magnani.
–No hay nada más irresistible que un buen director. Vi Caja negra y supe que tenía que trabajar con Luisito (Ortega). ¡Qué pensamiento tan profundo y tan raro tiene esa persona! Carolinita (Fal) era muy amiga nuestra y de mis hijos, sabíamos que escribía muy bien. La primera palabra que escribió de Monoblock (segunda película de Ortega, que se estrena en septiembre) fue “Perla”. Como esta Perla de Las manos.
–Dos de sus mujeres más trágicas...
–Yo creo que hacer personajes tan trágicos en el arte me hizo muy bien para la vida. Ahora, quizá, me gustaría un momento más ligero; fui muy feliz en el teatro de revista.
–Se hizo cargo de la diva...
–Hago las cosas sin pensar mucho. Esa vez fui a verlo a Raúl de la Torre y le dije que me ayudara a pensar mi momento en el escenario sola. La gente de mi entorno decía que estaba loca. Y Raúl: “Yo haría caer una caja enorme que dijera: Graciela Borges, cine”. Fui muy feliz, salí de la muerte de mi madre, me ayudó a no pensar. Llegaba al teatro y veía siempre a una bailarina, una chica estirando la pierna. En las películas todo era más severo....
–Desde Pasajeros del jardín que no volvía a filmar con Alejandro Doria (Las manos)...
–Es de un estilo casi épico, un director de una enorme belleza, que vuelve al cine después de 15 años de ausencia. Opino que imprime verdad y emotividad a sus criaturas, lo opuesto a Peter Greenaway que es de una gran frialdad.
Si, como ella misma cree, un actor es su personalidad, la suya comparte los valores de la fotogenia: esa capacidad de sumar emoción y arrebato en la inmovilidad, de no ser pasiva en el estatismo absoluto. ¿Siempre igual a sí misma? “Acaso Marlon Brando –argumentó hace tiempo– no era él mismo en todas sus películas...”.
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