Jueves, 17 de marzo de 2016 | Hoy
CINE › TANGERINE, DE SEAN BAKER, REVELACIóN DE LOS FESTIVALES DE SUNDANCE Y MAR DEL PLATA
La película del director de Starlet no marca un hito, sino varios: fue filmada íntegramente con un teléfono celular, vuelve a sacar el cine estadounidense a la calle, como lo hizo John Cassavetes, y narra su tema romántico a la manera de un policial duro.
Por Horacio Bernades
Tangerine es un hito del cine que importa. Aunque no es la primera película enteramente grabada con un celular inteligente (Raúl Perrone lo hizo antes), sí es la primera que se hace en Hollywood en esas condiciones. Lo cual le asegura repercusión global. Presentada en el Festival de Sundance a comienzos del año pasado, de allí en más recorrió todo el espinel de festivales, ganó premios, más de un crítico estadounidense la incluyó entre las mejores del año. Conclusión: alcanza con un celular para filmar una película fenómena. No hace falta más. Pero Tangerine, presentada en competencia en el Festival de Mar del Plata, no marca un hito sino varios. El otro, aún más importante, es el de volver a sacar el cine estadounidense a la calle, como lo hizo John Cassavetes sesenta años atrás. A la calle y sin cortar el tránsito y la circulación de peatones para filmar. En otras palabras, salir y meter la ficción ahí, en la realidad misma. El resultado, que parece airear por sí solo todo el agorafóbico cine estadounidense de las últimas tres décadas, produce el mismo efecto de arrastre que cuando la protagonista de Tangerine, la inolvidable Sin-Dee, agarra de los pelos a su rival y así se la lleva, a la rastra y a la carrera, a través de medio Downtown de Los Angeles.
Que la película comience con títulos en letra como de antigua película para niños, y música del musical Babes in Toyland, indica que lo que vamos a ver es un cuento naïf. Sí, realista-sucio (las peores calles de Los Angeles, tacheros que levantan travestis, cafishios que administran sus negocios en un Donut Time, pasajes por donde no pasa nadie, choferes que te rocían con un vaso de meo) pero naïf: colores vivos de los tops, minishorts y pelucas de los travestis, pero sobre todo ingenuidad de la heroína, capaz de creer que su pimp es su novio, franqueza del narrador y la cámara, puestos al servicio de los personajes, y hasta simbología (por retorcida que se vea) de la fecha elegida para narrar el cuento: 24 de diciembre. La heroína es Sin-Dee Rella (otro detalle naïf), travesti latina que acaba de salir de prisión después de un mes adentro. Su amiga y colega Alexandra la recibe con una dona y una mala noticia: Chester, su cafiolo, la engaña con otra. Sin-Dee entra en combustión y ya nada detendrá su motor.
De allí en más la película es como una línea: como el vengador de un western, Sin-Dee sale en busca de Chester y su rival. Como el detective de un policial, irá haciendo paradas para averiguar el paradero de ambos. Una especie de Harry el Sucio en versión trans, cuando Sin-Dee encuentra a Dinah la agarra de los pelos, la zamarrea como a un globo y se la lleva en busca de Chester. Que Dinah sea rubia, flaca como un hueso y pálida como la leche es perfecto, ya que permite que por momentos Sin-Dee la lleve casi al vuelo por el Hollywood Boulevard y transversales. Hay una subtrama más calculada, más apuntada a “decir algo”, que no sólo está un poco “puesta” en el plano del relato sino que desentona en términos de registro. Es la de un taxista de origen armenio (está lleno de ellos en Los Angeles), padre de familia y con su suegra de visita en la ciudad, que tiene cierto vicio secreto: levantar travestis y hacerles un pete. La idea de la doble moral familiar y bla, bla, bla.
En paralelo con la búsqueda frenética de Sin-Dee, que el realizador, coguionista, editor y camarógrafo de a ratos Sean Baker (el mismo de la muy buena Starlet, estrenada aquí en 2013) narra con admirables travellings de seguimiento y vertiginosos cortes de montaje, está la historia de Alexandra, mucho más melanco. Alexandra presenta un show esa misma tarde en un clubcito donde no es muy seguro que haya alta concurrencia. Como corresponde, durante el show el ritmo de la narración se aquieta. Detalle genial, Sin-Dee va a ver a su amiga arrastrando a Dinah, que a esa altura se deja llevar como un muñeco de peluche. Si en ese momento la síncopa entra en pausa, hay un instante previo en el que ocurre lo contrario: cuando Sin-Dee da finalmente con Dinah, en un puterío que funciona en un cuartucho de motel. Baker lo narra como un thriller, por la sencilla razón de que la situación es violenta. Sin-Dee tira la puerta abajo, entra como un huracán, una gorda intenta oponer resistencia, varios clientes se aterran, hay gritos e intentos de fuga, Sin-Dee la Sucia atrapa a su prisionera y se va.
Dicen que la película está actuada por algunos actores profesionales y otros que no lo son. La verdad, ni importa saber quiénes sí y quiénes no, porque todos lo hacen tan bien y todos están tan ensamblados, que da lo mismo. La latina Kitana Kiki Rodríguez (¡Kitana!) recuerda, por la volatilidad y la incontenible verborragia, a la Rosie Pérez de las primeras películas de Spike Lee. Pero un toque menos agresiva, un toque más romanticona. Su actuación es de las que quedan grabadas para siempre. Durante la película, la palabra “bitch” se lleva el record de menciones. Le siguen “nigro”, “whitey” (blanquito) y “raw fish” (versión cruda de “mina en serio”). En una película de calle se habla la lengua de la calle, mal que les pese a los cola de paja (con perdón por la palabra) de la corrección política.
EE.UU., 2016.
Dirección: Sean Baker.
Guión: S. Baker y Chris Bergoch.
Fotografía: S. Baker y Radium Cheung.
Edición: S. Baker.
Duración: 88 minutos.
Intérpretes: Kitana Kiki Rodríguez, Mya Taylor, Karren Karagulian, Mickey O’Hagan, James Ransone.
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