CINE › DE PAGO EN PAGO: CANCIONERO POPULAR DEL SECANO, DOCUMENTAL MENDOCINO
Con guitarras y cámaras al hombro, un grupo de documentalistas salió a buscar tesoros culturales por los caminos polvorientos del mal llamado “desierto” cuyano. Así recopilaron los temas que cantan los paisanos en sus fiestas, una herencia que está en peligro.
› Por Facundo García
Algunos dicen que es un desierto, pero no es verdad. Otros asocian aquel paisaje con el silencio: la gente del lugar conversa sin multiplicar las palabras. Aún así, entre las arenas, en las noches de fogata, por los confines de una geografía nunca conquistada a veces rasga el aire una canción. O varias. De pago en pago es un documental que nació para rescatar esos momentos. Metiéndose en las inmensidades del Secano, en una de las zonas más áridas de Cuyo, un grupo de investigadores se propuso recopilar los temas que cantan los paisanos en sus fiestas, sonidos que van y vuelven por los pueblos de esa Argentina que no llega a las pantallas.
El estreno fue hace un par semanas. Y el material se publicó con licencia abierta, para dar más difusión a una herencia que está en peligro. Leandro Marino, el director de la película, cuenta que en un principio la idea era grabar una cueca de Calixto Brizuela que se llama precisamente “De Pago en pago”. Se trata de una pieza casi desconocida fuera del Secano, aunque en los fogones locales la cantan en ronda y con abundantes precipitaciones de vino sobre las gargantas que suenan a grito pelado. “Queríamos registrar eso pero la vida nos llevó en otra dirección”, reconoce el cineasta.
Nahuel Jofré, voz destacada de la Nueva Canción Cuyana, pronto se sumó al emprendimiento: “Nos pasó que a principios de 2013 Brizuela se murió y el proyecto dio una vuelta”, relata el músico. De todos modos aquella cueca legendaria funcionó como señal. Era la punta de un ovillo que había que seguir desmadejando:
“Ahora no tengo nada / pero algún día / la patria será nuestra /quién lo diría / ¡que habiendo tanta tierra / no esté la mía..!”.
El rodaje avanzó a su ritmo. Entre pasteles de liebre recién cazada y mate dulce se amontonaron guitarreadas, confesiones y la certeza de que había un hecho cultural que merecía ser puesto en valor. Docentes de la zona, como don Rogelio Aguilera, ayudaron a construir un mapa de amistades que las mismas familias contribuyeron a trazar. En medio de eso, organizaciones como la Unión de Trabajadores Rurales sin Tierra (UST) y los líderes de la etnia huarpe (ver recuadro) pusieron su granito para que los pobladores se animaran a mostrar las riquezas artísticas. Tras más de dos años de asados y juntadas con vecinos y puesteros –y a pesar de los litros de tinto involucrados en el proceso– los ejes de la película se fueron volviendo nítidos.
“Cada uno de nosotros había ido a las fiestas patronales del Secano, y habíamos empezado a pensar que había algo importante ahí, una música que estaba completamente fuera de los repertorios oficiales”, destaca Leticia Duarte, que también colaboró en la investigación. No fue sencillo llegar y presentarse como documentalistas. “Ellos han sufrido un montón de decepciones. Hay gente que va, los conoce, los graba y después nunca más aparece. Nos costó generar confianza”, admiten los realizadores.
El equipo afianzó vínculos con cada nueva salida. Se sumó Omar Sanz en cámara; Duarte y Jofré se juntaron con el trabajador social Federico Berná para completar la búsqueda de relatos y sonidos. Marino, el director, recuerda que se asombraban más y más a medida que descubrían lo que vibraba en el fondo de estas músicas secretas. “Nos dimos cuenta de que había un universo de folklore que no se escucha fuera del Secano, y que para encontrarlo había que meterse por las noches en los hogares y en los bodegones”, señala. Muchas madrugadas la cámara quedó apagada para dar vía libre a copas y charlas íntimas. “En la fiesta de la Laguna del Rosario, por ejemplo, estábamos todos frente al Bar del Pichón, y venían las esposas a sacar a los tipos para que dejaran de farrear. Entonces ellos les dedicaban algún tema y con eso ganaban un poco más de tiempo. En realidad terminaban todos cantando y nosotros decidimos no sacar las cámaras para no romper el clima”.
Como si fuera otro planeta. Así ven muchos a estas latitudes de médanos y estrellas, con zorros de ojos brillantes que espían desde el pie de un algarrobo, donde no se habla de espiritualidad porque sería redundar: es el estado cotidiano de hombres y mujeres que dialogan con su entorno por necesidad. “No es que fuéramos a visitar a tal o cual persona –detalla Jofré, el cantor–. Ibamos a vincularnos con las familias y con sus animales. Allá no se concibe la música como algo aislado de la forma de vivir. Si la música se desconecta de las casas, de los amigos, de los vecinos, para ellos pierde el sentido”.
Así que los visitantes llegaban, a lo mejor el mismo Jofré se ponía a entonar un poco y ahí nomás las señoras y los paisanos se iban arrimando. En ocasiones, los artistas del Secano mostraban cierta timidez. Alguno decía que no quería cantar porque “se le había caído el comedor” (los dientes). Otros alegaban que “no les gustaba figurar”. Jofré: “Nos decían frases como ‘yo soy feo, no me filme’. Sin embargo ese pudor no tenía que ver con lo estilístico. Ellos sienten orgullo de su arte, aunque no sea un arte académico. La contradicción entre lo académico y lo no académico es algo que sienten los que vienen de la ciudad, no ellos”.
En el repertorio del Secano hay cantidad de canciones anónimas. Cada obra de origen desconocido derivaba en anécdotas de abuelos, bisabuelos o tíos; y anudados con esas biografías estaban los cambios que sufrió el paisaje. “Esto lo cantaba la madre de mi madre”, soltaba alguien, y activaba una conexión entre familias y caseríos que se vinculan musicalmente a través del espacio y el tiempo, con más fuerza que cualquier red de wifi. Atesoradas en melodías y letras estaban las modificaciones climáticas, las penas de los ancestros indios, las desigualdades sociales y el paso del ferrocarril cuyos rieles se oxidan hoy a la intemperie.
Por eso Federico Berná opina que el ocultamiento de las canciones del Secano tiene que ver con un fenómeno amplio. “Haber dialogado con los habitantes de allá es poner en valor un patrimonio, pero también es mostrar lo que hemos generado los que habitamos el Gran Mendoza y otras urbes del país. Hay verdades que son incómodas de escuchar. No se habla del costo ecológico y humano que significó desviar los ríos, adaptar los suelos para la producción agrícola a gran escala y –más cerca en el tiempo– afectar los cauces de agua convirtiendo áreas fértiles en zonas desertificadas”, apunta.
Nadie, en todo caso, les arrancará la alegría a los hombres y mujeres del mal llamado “desierto”. Necesitan agua y mil cosas más, pero ellos seguirán con su culto a la amistad, guitarreando de tanto en tanto, tinto en mano, confiando en que las jóvenes generaciones que se están yendo a la ciudad vuelvan un día como aquellos paisanos que, mamados después de una farra, se suben al caballo y cierran los ojos porque saben que el pingo buscará de memoria el camino a casa.
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