Viernes, 22 de septiembre de 2006 | Hoy
CINE › “AGUA”, GRAN EXPERIENCIA VISUAL Y SONORA DE VERONICA CHEN
Por Luciano Monteagudo
Argentina/Francia, 2006.
Hay una materialidad, una intensidad física en Agua, el segundo largometraje de Verónica Chen, que es absolutamente infrecuente en el cine argentino. Esa relación que el film establece, desde un primer comienzo, con los elementos –la tierra, el aire, el fuego y el agua omnipresente del título– es determinante para comprender de qué manera Chen es capaz de expresar con las herramientas esenciales del cine –la imagen, el sonido– la encrucijada en la que se encuentran sus personajes, sin necesidad de apelar a sermones o diálogos ilustrativos. ¿Qué sabemos de Goyo, por ejemplo? Que es un solitario refugiado en el desierto, que con una navaja se basta a sí mismo como un cowboy, pero que tiene un pasado con el cual no ha terminado de arreglar cuentas. El momento en el que Goyo (excelente Roberto Ferro) se decide a emprender el camino de regreso a la realidad, al mundo circundante, es un momento heroico, porque en unos pocos planos silenciosos la directora ha conseguido preñar al personaje de una cualidad mítica.
Las líneas de demarcación de una ruta, iluminadas persistentemente por los faros de un auto en la noche, tienen una cualidad onírica, intrínsecamente cinematográfica: son los mojones que van señalando la trayectoria de Goyo, su puesta en movimiento, la dirección de sentido que lo lleva hacia su destino. Poco a poco se irá sabiendo más de su pasado: que era un gran campeón de natación, que dejó todo ocho años atrás cuando fue acusado injustamente de doping y que está dispuesto a volver a correr el maratón Santa Fe-Coronda (casi sesenta kilómetros a río abierto) para limpiar su nombre.
En ese camino, Goyo se tropieza literalmente con Chino (Nicolás Mateo), un nadador mucho más joven que él y que también sigue obsesivamente unas líneas rectas: las de la pileta de natación en la que se entrena día y noche para lograr ser parte del equipo de competición nacional. Un vínculo tácito pero hondo se establece entre ambos, como si se tratara de un sistema de postas, en el que el nadador veterano le va pasando su experiencia al deportista más joven, una experiencia que no tiene tanto que ver con la natación en sí misma sino más bien con la idea de poder enfrentar los demonios interiores, sin la certeza de poder derrotarlos.
Porque Agua no es, por cierto, el clásico film deportivo, aquel que hace una exaltación de la agonía y el éxtasis, del esfuerzo supremo para recompensar a los personajes (y al público) con el clímax de la victoria. Por el contrario, el film de Chen está concebido en los antípodas de este cliché, como si la realizadora directamente nunca hubiera pensado en él. Lo que sucede entre Goyo y Chino tiene otro carácter, más introspectivo y complejo, oscuro y barroso como ese río que los espera para su prueba final. Esa opacidad de los personajes pareciera a su vez contrastar con la luminosidad del film, que tiene una imagen filosa como la de un cuchillo. En el film anterior de Chen, Vagón fumador, predominaba una atmósfera negra, nocturna, pero Agua en cambio está pensada desde el sol y la luz, bajo la cual Goyo y Chino parecen sombras.
Se diría que en Agua todo aquello que transcurre en su elemento tiene una verdad y una presencia arrolladoras, de una inquietante belleza, gracias a una estupenda fotografía subacuática y a un trabajo de sonido que Chen elaboró como si se tratara de una partitura musical, al punto de que su film prescinde completamente de música, porque hubiera estado de más, como un subrayado. Hay, sin embargo, otra zona en el film que es menos satisfactoria y es la que tiene que ver con las relaciones entre estos dos hombres y sus respectivas mujeres. Goyo alguna vez abandonó a su mujer y a su hija, de la misma manera que dejó la natación: de un portazo. Chino convive con Luisa (Jimena Anganuzzi), que está embarazada, pero no sabe cómo comunicarse con ella, como si la viera detrás de un vidrio oscuro. Hay en esta simetría unos embriones de narración que se resisten a crecer, como si Chen se sintiera realmente cómoda fuera de ese marco, allí donde puede dar rienda suelta al lirismo seco, abstracto de unos cuerpos luchando contra la geometría implacable del destino.
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