Viernes, 20 de octubre de 2006 | Hoy
CINE › “UNA PAREJA PERFECTA”, DE NOBUHIRO SUWA
Radicado en París, el gran director japonés practica una vivisección de una pareja consumida por el cansancio.
Por Luciano Monteagudo
Dirección y guión: Nobuhiro Suwa.
Fotografía: Caroline Champetier.
Música: Haruyiki Suzuki.
Intérpretes: Valeria Bruni-Tedeschi, Bruno Todeschini, Nathalie Boutefeu, Louis-Do de Lencquesaing, Joana Preiss, Jacques Doillon, Léa Wiazemsky.
Integrante de una generación que ha dado cineastas de la talla de Naomi Kawase, Kiyoshi Kurosawa, Hirokazu Kore-Eda y Shinji Aoyama, Nobuhiro Suwa (Hiroshima, 1960) comparte con ellos no tanto una estética sino un modo de trabajo, siempre al margen de los condicionamientos de los grandes estudios de Japón. Tanto es así que desde el 2001, cuando filmó en su ciudad natal H/Story, una paráfrasis del clásico Hiroshima mon amour (1959), de Alain Resnais, Suwa decidió radicarse en Francia, donde empezó a encontrar puertas abiertas allí donde en Japón se le cerraban. De esa contingencia nació Una pareja perfecta, un film enteramente rodado en París, con actores franceses, pero que en nada traiciona su extraordinaria obra anterior, conocida en Buenos Aires gracias a una retrospectiva completa, con su presencia, en el Bafici 2003.
Más aún, se diría que esta Pareja perfecta no es sino una continuación del discurso que Suwa ya había venido desarrollando –como las variaciones musicales de un mismo tema– en 2/Duo (1996) y en M/Other (1999), y que tiene como eje obsesivo a una pareja invariablemente en crisis. Con lo cual el título de su film más reciente debe leerse no tanto como una ironía sino como la certeza que tiene Suwa de que aun los lazos más firmes, profundos y duraderos no están exentos de sufrir una fractura, que no tiene por qué ser definitiva.
Aquí se trata de Marie (Valeria Bruni-Tedeschi, quizá la mejor actriz europea de la última década) y Nicolas (Bruno Todeschini), un matrimonio aparentemente sólido, bien constituido, que llega de su domicilio habitual en Lisboa –él trabaja allí como arquitecto, ella como fotógrafa– para asistir a una boda familiar en París. Pero ya la entrada al hotel es reveladora: piden cuartos separados y, cuando no los consiguen, se ven obligados a compartir uno que les queda irremediablemente estrecho, incómodo, no tanto por sus dimensiones como por la grieta que ha comenzado a asomar entre ellos. Esa misma noche, en una cena con una pareja amiga –que dice tenerlos como ejemplo–, Marie y Nicolas expresarán abiertamente su deseo de separación.
Los motivos no son claros, no sólo para el espectador, sino para los mismos personajes, que de pronto parecen haber tocado un fondo que a ellos mismos los sorprende y que no son capaces de definir. Hay alguna referencia velada a la ausencia de hijos, pero no da la impresión de ser –-al menos en el planteo de Suwa– el problema central. Se percibe, en todo caso, un malestar que va más allá de esa circunstancia, o del mero fastidio cotidiano, como si se tratara de un cansancio existencial, difícil de articular con palabras, a pesar de los intentos que uno y otro hacen por racionalizar la situación. (El magnífico Ensayo sobre el cansancio, del austríaco Peter Handke, podría ser un buen compañero del film.) Y ese cuarto de hotel pasará a ser entonces el laboratorio donde esta pareja perfecta deberá dirimir su condición de tal y luchar contra sus demonios interiores.
Como en los films previos de Suwa, hay un poder hipnótico en cada uno de los prolongados planos-secuencia con los que el director va construyendo y deconstruyendo la relación de Nicolas y Marie. Pocos cineastas son capaces de sostener un plano de la manera en que lo hace Suwa, confiando en la posibilidad que les da a sus actores de improvisar sus diálogos, pero también en esa facultad que tiene el cine de fijar para siempre un momento determinado en el tiempo. Hay algo claustrofóbico también en la manera en que Suwa confina a la pareja en su petit chambre, pero esa sensación de encierro hace aun más potente el aire y la luz que aparecen ocasionalmente entre ellos, como en la escapada de Marie al Musée Rodin, donde encuentra a un viejo amigo de la infancia.
En la copia en DVD que se exhibe en Buenos Aires quizá sea difícil percibirlo, pero el trabajo de fotografía de Caroline Champetier con una cámara de video de Alta Definición es de una radicalidad acorde con la de la puesta en escena de Suwa. Obrando siempre al filo de la oscuridad, con los personajes en sombras y una luz tenue asomando por la ventana como si fuera una vaga esperanza, el film es capaz de transmitir el peso de la noche, como si ese cansancio esencial que abate a Marie y Nicolas fuera tangible, material, pero existiera también la posibilidad de recuperar algo de ese brillo, de esa vida que, se sugiere, late allí afuera y que quizá no sea necesariamente inalcanzable.
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