Viernes, 20 de octubre de 2006 | Hoy
VIDEO › “EL ARTE DE LA SEDUCCION”
La película de Terry Zwigoff transgrede toda forma de corrección, ya sea política, sexual o artística. Sobre una anécdota cultural, aflora la mirada ácida del director, que ya había mostrado lo suyo en Bad Santa.
Por Horacio Bernades
“¿Tenemos algo para decir de esto?”, pregunta a la clase el profesor Sandiford, refiriéndose al hermoso retrato en carbonilla hecho por uno de los alumnos. Ni uno solo de los alumnos abre la boca. Sandiford da un paso más y se topa con una aerografía en la que se ve un tanquecito, en medio de un manchón rosado. Casi sin aliento ante la revelación pop que acaba de experimentar, el profesor atina a musitar un par de comentarios extasiados, convirtiendo automáticamente al autor del tanquecito en favorito de la clase. Que ese alumno sea en realidad un policía infiltrado en la escuela de artes no es la menor de las ironías de Art School Confidential, nuevo escupitajo de Terry Zwigoff contra todo lo que huela a aceptado, consagrado o legitimado. Zwigoff es el autor de Crumb y Bad Santa, y Art School Confidential su película más reciente. El sello LK-Tel acaba de editarla en Argentina, exclusivamente en DVD, con el desencaminado título de El arte de la seducción.
Coproducida por John Malkovich (como había sucedido con Ghost World, otra película de Zwigoff también lanzada en video aquí) y con el propio Malkovich en el papel del ultrasnob profesor Sandiford, Art School Confidential se presentó, como corresponde a todo film indie que se precie, en la última edición del Festival de Sundance. Con Anjelica Huston y Jim Broadbent aportando también al elenco, el último Zwigoff cuenta con guión de Daniel Clowes, que ya había escrito el de Ghost World. Uno y otro son fanas de las historietas, motivo por el cual el primero de ellos dedicó un documental a Robert Crumb (sumo sacerdote del comic contracultural sesentista) y el segundo había publicado originalmente Ghost World en formato de novela gráfica. De allí también que lo que le tire al protagonista de Art School..., Jerome Platz (Max Minghella, un rostro capaz de aunar virginidad absoluta y total convicción) sea la ilustración, el sombreado y el retrato. Chico del interior llegado al monstruoso corazón de Nueva York para formarse como artista plástico, lo que convierte a Jerome en sapo de otro pozo no es tanto su origen provinciano como su apego a lo figurativo, cuando a su alrededor todos pretenden ser el nuevo Jackson Pollock.
“Me parece que Jerome está intentando cantar con su propia voz, pero usando las cuerdas vocales de otro”, crucifica el profesor Sandiford, cuyo único motivo pictórico son unos triángulos de colores que ninguna galería se muestra dispuesta a exponer. “Lo que a mí me interesa es cuestionar la naturaleza del arte”, dice un cachorro de primer año, con la actitud de quien está de vuelta de todo. Frente a ese mundo que retoza gozoso en su propio snobismo, Zwigoff recorta la figura de un perdedor veterano y misantrópico llamado Jimmy. Artista retirado, recluido en un roñoso sucucho neoyorquino y luciendo siempre una barba de varios días, el vestuario de Jimmy (el siempre maravilloso Jim Broadbent) se reduce a un único y raído batón. Cuando un tercero le presenta a Jerome, Jimmy –-suerte de Robert Crumb, transportado tres o cuatro décadas adelante en el túnel del tiempo– le pregunta qué quiere hacer de su vida. “Quiero ser el mayor artista plástico de mi tiempo”, contesta Jerome, casi estúpido en su ingenuidad. “¿Sabés chupar pijas?”, repregunta el otro.
La repregunta del viejo puede leerse como confesión resentida de un genio potencial, al que su época se negó a reconocer. Pero también, si se lo toma literalmente, como dardo homofóbico, connotación que la película no contradice en lo más mínimo. Además de la presencia de un chico amaneradísimo –que estudia para vestuarista mientras todos a su alrededor aspiran a genios de la pintura– y una desagradable chica lesbiana –despechada porque su novia la pateó por un novio–, cuando el profesor Sandiford invita al protagonista a su casa es para apoyarle la manito sobre la rodilla. Por otra parte, el modelo artístico que la película inherentemente postula, al oponer la genuinidad del arte figurativo en contra del snobismo de vanguardia, puede perfectamente ser acusada de retrógrado. Es que, confirmando los antecedentes de su realizador (recordar la misantrópica Bad Santa), si algo no ambiciona Art School Confidential es alcanzar ninguna forma de corrección, ya sea política, sexual o artística. Muy por el contrario, son los litros de bilis que derrama contra toda forma de consenso los que hacen de ella una película de una refrescante contrariedad, en tiempos en que todos se pelean para ver quién es el más aceptado.
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