CINE › ENTREVISTA AL DIRECTOR FABIAN BIELINSKY SOBRE “EL AURA”
“Este viaje es a una zona de la mente”
Fabián Bielinsky compara sus películas Nueve reinas y El aura y reconoce su fascinación por ese tipo de saltos que dan sus personajes, saltos desde la idea a la acción. “La violencia no tiene nada de glamoroso, y quise que eso quedara claro”, dice.
Por Julián Gorodischer
Este hombre pensó durante 20 años en dar un salto, pero no lo dio. Trabajaba como técnico en películas de otros, miraba el proyecto ajeno con un pie adentro y uno afuera.... Este hombre fantaseaba con dar el buen paso, se soñaba a sí mismo en actitud de movimiento constante pero la traducía en un absoluto estatismo, obedeciendo órdenes ajenas, intentando dar un vuelco a una vida que empezaba a aburrirlo. El paso de Fabián Bielinsky, finalmente, no fue en falso. Y fue, además, la demostración tranquilizadora de que siempre es posible una carrera tardía, para volver vigente el sueño del veterano al que ahora llaman “la gran promesa del cine argentino”. El aura, su segunda película que se estrena hoy, lo consolida ya en temas propios: el robo (desde el carterismo inocuo de Nueve reinas al crimen organizado de su último film) y el límite difuso que separa el lado oscuro de una moral tradicional... pero, sobre todo, el aprendizaje de una hombría alternativa cuando El Taxidermista (Ricardo Darín) viaje al bosque (las afueras), se cuestione la suavidad del hombre urbano, esa pasiva predilección por mirar e imaginar (robos posibles, delitos grandes) y quede hipnotizado por otra manera bestial y violenta de la masculinidad. Es esa que aparece donde el rufián golpea, roba, caza, domina la naturaleza.
–La idea era cruzar la línea moral establecida –asume Fabián Bielinsky–. Eso me resulta fascinante. En Nueve reinas ya lo trabajaba de un modo sutil, convenciendo al espectador de que se podía identificar con el delincuente, haciendo que desee saltar la línea y que la cosas funcionen en ese otro lado. En El aura hay un protagonista sin ningún elemento empático con el espectador, pero que de algún modo logra llevarnos con él en un viaje sin vuelta atrás.
¿Hay algo en común con su propia vida? Siempre habrá una cosita autorreferencial –dirá Bielinsky–, que dedicó su costado juguetón y autocrítico a delinear las vivezas de Nueve reinas (que tanto identificaron a un porteño promedio) y dejó fluir su “lado oscuro” en El aura, allí donde el tono extrañado se parece a las ensoñaciones de David Lynch y, un poquito, a las alucinaciones de Shyamalan (el de La aldea y Sexto sentido). Esa estética es “necesaria –dice– para emprender el viaje a la mente humana”. El aura consagra a Bielinsky por varios motivos a la vez: es inclasificable, rumbea por una zona de ensoñación que anuncia un salto a lo fantástico que no llega a desatarse del todo; funde fantasía y realidad en la mirada de un epiléptico (Darín) que lo pensó todo bien (cómo robar) y lo ejecuta todo mal en un contexto de ciervos, cipreses, matones, legiones de contrabandistas, casitas de cuento de hadas y fábricas grises en un mundo paralelo de otra dimensión posible, allí donde ni las cosas ni los seres tienen nombre propio, donde la viveza anterior (la de Nueve reinas) se reemplaza por una zona más inquietante: estar al límite entre la vida y la muerte, convertir una vacación en el gran batacazo, retomar esa fantasía tan argentina: la de salvarse.
–Lo raro y lo extraño –asume Fabián Bielinsky– eran pautas básicas de la película: tenía que serlo porque es un viaje a la cabeza de alguien que no para de pensar y de mirar, y que un día se ve llevado a tener que poner en práctica algo de todo eso. Es un viaje a zonas mentales excéntricas. Y quería que nunca se estuviera del todo seguro sobre si lo que se está viendo es real o una maquinación. La fantasía no debía ser tan diferenciable de lo real.
–¿El robo salva?
–Todos los proyectos que se me ocurrían, que incluían una comedia y un thriller más convencional, trataban sobre un hombre honesto saltando la línea y decidiendo pasar al otro lado. El robo es una obsesión, pero lo interesante es el traspaso, el salto...
–El delito en Nueve reinas y El aura incluye los pasos de la creación artística: talento, inspiración...
–Ni talento, ni inspiración: nada de eso es verdad. Hay un universo que se abre aquí e implica otra cosa llena de violencia, muerte, desesperación y miedo. Y todo eso no tiene nada que ver con la glamourización del delito. Si Nueve reinas glamourizó, El aura demuele absolutamente esa idea. Este es un paso posterior, porque cada vez estoy más hinchado de esa variante cinematográfica en la que lo violento es una coreografía estética amena y agradable.
–¿Está pensando en Quentin Tarantino?
–Estoy pensando que la violencia no es glamorosa, nunca lo fue. Y los más grandes directores la trabajaban como irrupción dolorosa y oscura. No como una bella coreografía en la que en vez de haber zapatillas de baile hay espadas que cortan cabezas. Una pistola en la mano pesa y no hacen falta mil disparos para entender lo violento. Con uno solo alcanza, y es brutal.
¿De qué habla cuando piensa en pegar el salto? Para una jerga juvenil, ese movimiento recibe el nombre de: limar la ficha, consigna muy extendida entre mochileros o desertores (de escuelas, familias, universidades). Tal vez consista en ese minuto en que un hombre hace la cola en el banco para pagar un vulgar impuesto o servicio y piensa que no es tan lejana la posibilidad de diseñar un crimen perfecto con todas las variables del éxito incluidas y llevarlo a cabo. O quizás es ese minuto en que alguien se va de su casa, deja a su mujer y se propone una vida opuesta en otro rincón del mundo en el que deja la civilidad para matar, robar, transgredir la norma. ¿Alguna de esas posibilidades no está incluida en El aura? Allí están todas, simplemente porque Bielinsky quiere hablar de una sola cosa: “Del salto de no hacer a hacer, de desear a concretar, de ser un tipo honesto a ser un delincuente. Lo que le pasa a este tipo es que tiene una fantasía de control, cree que la cabeza domina al mundo, que la inteligencia determina la sucesión de las cosas”.
Este hombre, el primero al que Hollywood le ha dedicado una remake de una de sus películas (Nueve reinas, de la que prefiere no hacer comentarios), compuso una vez el tratado urbano más calibrado y veloz que se recuerde en el cine argentino, una de dos pillos con suerte y varios dobleces de la trama, en la tónica del quién engaña a quién con desenlace imprevisto. Como en un juego de opuestos, se impuso no repetirse a sí mismo, para que dejaran de pensarlo como un director de orquesta obsesionado con armar puzzles, y construyó un cuentito de rupturas, varias películas en una, narrada como un viaje que a veces parece alucinante. “Había que extraer a El Taxidermista de su medio y catapultarlo a un lugar ajeno –dice–, hostil por definición para un tipo urbano, desconocido, imprevisible, entregándolo a un territorio oscuro.”
–El bosque parece decidir por él...
–Arrojado en un espacio donde lo único que le queda como propio es él mismo. Un lugar que cobra una vida, con unas reglas que lo aíslan de su entorno habitual. No entiende ni conoce nada. Allí se citan aspectos geográficos inexistentes, nombres inventados para generar un espacio abstracto. Ni siquiera el protagonista tiene nombre. Esta película necesitaba eso: lo difuso del entorno ayuda a concentrar el personaje, a darle un sentido más individual. En cambio Nueve reinas es extremadamente porteña por las características de los personajes, aunque nunca valorice lo costumbrista.
–Usted revisa las convenciones sociales al punto de pensar la enfermedad (la epilepsia) como un don de extrapercepción...
–O como una maldición: él tiene una vivencia, la de alguien que tiene que convivir con eso. Soy contrario a toda generalización, no me gusta que ningún personaje represente más que a sí mismo. El peso específico de la narración va hacia la individualidad del sujeto: no hacia la interpretación en categorías o conjuntos.
–Sus películas son novelas de iniciación en el delito...
–Nadie enseña nada. Es un tipo que aprende que su mente no domina la experiencia. O en todo caso El aura es una película sobre lo que significa pasar del rol de espectador al de actor.
Hay un salto que Bielinsky decide no dar, un minuto en que se frena, en que no quiere salirse definitivamente de lo real. Es justo después de haber jugueteado con alguna fuerza sobrehumana que dirige las balas y los deseos, que transmuta una identidad en otra (de taxidermista a cazador), pero que no se libera del todo, justo antes de que el extrañamiento pase a ser magia. “Uno llega hasta donde puede llegar –se excusa Bielinsky–: había una pauta básica que era quedarme con él, que siguiera siendo el eje del relato y marcara el punto de vista.” El, que fue durante 20 años un espectador como su personaje, el mismo que se dedicó a acatar, a imaginar su gran proyecto en las sombras, siente fascinación por los hombres de acción, pero admite...: “La mayoría de los pasos que da mi personaje no fueron decididos de antemano; las cosas le suceden; no acciona, reacciona. Y mi visión de lo que significa actuar es bastante oscura”.
–Pero lo hizo..., ¡actuó!
–Soy un espectador permanente y perpetuo. Voy a un ritmo propio. Podría haber intentado dirigir una película mucho antes de lo que lo hice, pero no lo hice. No fui yo el que tomó las riendas; fue un concurso. Las circunstancias decidieron que fuera yo, y a veces me da la sensación de que un día me senté en una silla de mi casa, e imaginé que es la silla del monitor en que ahora edito... que nada es cierto...