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Sábado, 11 de noviembre de 2006

CINE › DESDE MAÑANA, CON PAGINA/12, EL CLASICO ITALIANO “LOS COMPAÑEROS”

Para una épica de los trabajadores

El film de Mario Monicelli es un título central del neorrealismo italiano que capta el espíritu de una comunidad de obreros castigados por la extrema pobreza mediante una incesante inventiva visual.

 Por Luciano Monteagudo

En la cultura italiana de la inmediata posguerra, el hecho cabalmente nuevo es el cine; en dicha cultura, el cine representa la fuerza de choque más vital e impetuosa. Se podría decir que el “verbo”, para el neorrealismo, no sólo quiere ser libertad, sino también justicia, democracia, pueblo. La realidad se convierte en el objeto, en el tema del cine italiano: ésa es la novedad que señala el prefijo “neo”. Los que marcan el camino son Roberto Rossellini (Roma, ciudad abierta), Vittorio De Sica (Ladrones de bicicletas) y Luchino Visconti (La terra trema). Pero detrás de ellos irrumpe toda una generación con ganas de decir cosas, de mostrar el rostro más postergado y menos grato del país, de abjurar del estilo escapista impuesto por la censura mussoliniana.

Bajo esos cambios axiales se fue preparando el definitivo afianzamiento de la comedia a la italiana. Es un tipo de cine que en sus peores expresiones (que no han sido pocas) ha incurrido en vulgaridades de todo calibre. Pero que –al menos en su período de apogeo, en los años ’60, cuando reemplazó al neorrealismo sin renunciar a su herencia– siempre tuvo a su favor una encarnadura humana, una fragancia popular, una inmediatez que la diferencia de otras comedias más sofisticadas (la screwball comedy del período de oro de Hollywood) o más intelectualizadas (la francesa). Y que cuando logra ser vehículo para intenciones críticas puede alcanzar una eficacia demoledora. Las mejores virtudes de la comedia a la italiana, pero elevadas por su capacidad para desarrollar una perspectiva histórica, para alcanzar una respiración novelística y para entroncarse en una tradición profundamente humanística se encuentran en varios de los más celebrados films de Mario Monicelli y muy particularmente en Los compañeros (1963), quizá su obra maestra.

Para ese entonces, Monicelli (nacido en la Toscana en 1915 y hoy todavía en actividad: el año que viene estrena Le rose del deserto, su película número 66) ya era todo un veterano. Junto a su amigo Steno, se había convertido en el director favorito del gran comediante Totó, para quien confeccionaba películas a medida. Y hacia 1958, Monicelli impuso su propio nombre con Los desconocidos de siempre, memorable sátira a la eficiencia de Rififi, con Vittorio Gassman, Marcello Mastroianni y, por supuesto, el inefable Totó. Un año después, Monicelli demuestra estar a la altura de ambiciones cada vez mayores: en La gran guerra, de nuevo con Gassman, esta vez escoltado por Alberto Sordi, pinta un vívido retrato de dos italianos del país profundo, que recurren a todas las estratagemas posibles con tal de escapar al supuesto deber patriótico de combatir en la Primera Guerra Mundial. El fresco histórico y la commedia all’italiana se dan la mano por primera vez y allí ya se perfila el carácter y las intenciones de Los compañeros, un film que –a su manera, con un tono completamente diferente– prefigura la lectura político-social del Novecento de Bertolucci, como si se tratara del capítulo que lo antecede.

“Turín, a fines de siglo XIX”, informa inmediatamente después de sus títulos I compagni, que se abre con una serie de fotografías y daguerrotipos de las primeras luchas obreras en la península. Y el film, favorecido por una estupenda fotografía en blanco y negro de Giuseppe Rotunno, se inscribe en esa realidad. Las primeras imágenes dan cuenta de la vida difícil del obrero italiano del ottocento: la pobreza extrema, el hambre, el frío. A las cinco y media de la mañana, todo un pueblo de las afueras de Torino se pone de pie y, para cuando el reloj marca las seis, cientos de hombres y mujeres están sumisamente ubicados frente al ruido infernal de las máquinas textiles. Durante las próximas catorce horas, no harán sino trabajar, con una pausa de apenas treinta minutos para comer un bocado de pan. “Estos caníbales tragan sin masticar”, se queja un operario del Norte de un pobre inmigrante siciliano, sin darse cuenta de que ni siquiera tiene un mendrugo para llevarse a la boca. La lucha de gli ultimi, del lumpenproletariado del Sur por encontrar un lugar bajo el sol del Norte ya había sido el tema central de Rocco y sus hermanos (1960), de Visconti, pero aquí se suma como un apunte tragicómico, para dar cuenta que esa lenta inmigración comenzó con la Revolución Industrial y desde entonces, hasta hoy, nunca cesó.

Un accidente que le cuesta la mano a un obrero (y que el film sugiere un hecho repetido) provoca la inmediata indignación y una asamblea espontánea, que no tiene conciencia de tal. Los más indignados –Martinetti, Domenico, la inmensa Cesarina, convertidos en una improvisada delegación gremial– quieren reducir la jornada ¡en una hora! y se dirigen a peticionar a los patrones, que consideran absurda la demanda y ni siquiera los escuchan. En un notable recurso de puesta en escena (Los compañeros es un film de una incesante inventiva visual), Monicelli deja a los obreros hablando solos. “¡Absurdo es que exploten a la gente!”, brama Martinetti (Bernard Blier), sin darse cuenta de que la oficina del padrone ya está vacía, que los han dejando gritando con las paredes.

Justo cuando el pueblo está por dividirse, entre aquellos que quieren levantarse ante tanta expoliación pero no saben cómo hacerlo y los que dudan antes de arriesgar lo poco que tienen, aparece el profesor Sinigaglia (Marcello Mastroianni). “¿Que paese é questo?”, pregunta al apearse del tren con el que viene escapando de los gendarmes de Génova. “¡Un paese di merda!”, le responde Domenico. Con infinita paciencia socialista, Sinigaglia va sugiriendo algunos caminos posibles para la insurrección: la mayoría son estrechos, precarios, peligrosos (empezando por una huelga por tiempo indeterminado), pero van dando una idea muy precisa de lo que fueron las primeras luchas por los derechos sociales en la Italia de la monarquía.

Que el film de Monicelli –quien poco después se metería con las Cruzadas en La armada Brancaleone (1966)– logre dar cuenta de esta épica sin ningún énfasis ni solemnidad, riéndose de todo y de todos (empezando por los propios obreros) y al mismo tiempo encontrando el calor humano en cada uno de sus personajes es el logro perenne de Los compañeros. Los hallazgos de guión y dirección son tantos que es difícil enumerarlos, pero cómo olvidar el momento de la votación, cuando todos deben poner sus nombres en una urna y se descubre que han ganado las cruces por mayoría, porque casi todos son analfabetos; o esa asamblea que escucha atónita un discurso ininteligible, de un obrero que habla en dialecto bergamasco, o el maestro que, insuflado de la retórica socialista, dirige a sus alumnos un discurso sobre la dignidad del hombre para descubrir que esos hombres y mujeres a quienes quiere sacar del analfabetismo están tan cansados que se quedan dormidos frente a sus palabras. De esos pequeños momentos está hecha la grandeza de I compagni.

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Sinigaglia (Mastroianni) lidera la revuelta.
 
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