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Jueves, 7 de diciembre de 2006

CINE › “LA VIDA SECRETA DE LAS PALABRAS”, DE ISABEL COIXET

Un encuentro de corazones solitarios y destrozados

El tercer largo de la realizadora catalana está hecho de pura melancolía e incluye canciones de Tom Waits y Juliette Greco.

 Por Horacio Bernades

“¿Pollo, arroz y manzana?”, se indigna Josef, el sibarita. “¿Eso es lo que comés todos los días? ¿No pensás probar los ñoquis? Yo me acuerdo como si fuera hoy de la primera vez que comí ñoquis, jamás lo olvidaré...” Cómo conciliar el arroz y los ñoquis: a eso podría reducirse La vida secreta de las palabras, tercer largo de la realizadora catalana Isabel Coixet y ganadora, en la última entrega, de los tres premios Goya más importantes. Producida por la compañía de Pedro y Agustín Almodóvar –como la anterior, Mi vida sin mí, que se estrenó en Buenos Aires un par de temporadas atrás– y hablada en inglés –como aquélla y la anterior Cosas que nunca te dije–, La vida secreta... pone en escena el encuentro entre una chica que se niega a salir del pollo-con-arroz y un hombre que sabe lo que es un buen plato de ñoquis. Si suena a chabacano símil erótico habrá que aclarar que no es por ahí por donde va la cosa. Como en sus películas anteriores, lo que le interesa a Coixet en La vida secreta de las palabras no es tanto el cuerpo como lo que el cuerpo contiene. Cuanto más guardado, mejor: de ahí el título.

En Mi vida sin mí, Sarah Polley (la chica de Exótica y El dulce porvenir) se enteraba de que le quedaban pocos días de vida y se negaba a contárselo a su marido e hijas, para ahorrarles el sufrimiento. Ahora, la propia Polley es una inmigrante con discapacidad auditiva. El capataz de la fábrica donde trabaja amenaza con echarla, por un motivo estrambótico. Sucede que Hanna no faltó un solo día en cuatro años, y encima jamás se fue de vacaciones: eso pone nerviosas a sus compañeras. Los protagonistas de las películas de Coixet son gente triste; Hanna no es precisamente la excepción. Al enterarse de que en una plataforma petrolera ha ocurrido un grave percance, se ofrece para atender al accidentado. Ningún lugar en el mundo parecería más apropiado para ella que una plataforma petrolera en medio del océano. Hasta allí llega Hanna, para hacerse cargo de Josef (Tim Robbins), quemado de la cabeza a los pies. Sus córneas fueron afectadas y tiene para dos semanas de ceguera. Durante ese período, Hanna comenzará por no decirle ni su nombre y terminará... bueno, no hace falta ser demasiado perspicaz para imaginar que terminará abriendo frente a él las canillas de la emoción.

El secreto que Hanna guarda no debe contarse, y de hecho hubiera sido bueno para la propia película que no lo contara. Pero la corrección política se impone y los desastres de la guerra terminan haciendo su aparición, a toda orquesta. Antes de eso, Coixet había sabido construir con paciencia, timing y delicadeza la relación entre Hanna y Josef. Queda claro, de entrada, que el dolor y la pérdida los unen. Como modo de ponerle freno a todo posible exceso de gravedad, la realizadora dota a Josef de la necesaria dosis de humor. No sólo las llagas en el rostro sino los tremendos gestos de dolor confirman que para él no hay otro escape que no sea la autoironía, el hedonismo, el donjuanismo con la recién llegada incluso. No deja de ser asombroso que, en el estado en que está su personaje, Tim Robbins irradie seducción desde esa cama.

Campeona de la expresividad contenida, Polley no se queda atrás. Su eco perfecto es la entera población de la plataforma, verdadero hotel de corazones destrozados entre cuyos pasajeros hay un chef español (el irresistible Javier Cámara, de Hable con ella) que para no aburrirse cambia todos los días de geografía gastronómica (a los toscos marineros, la haute cuisine les sabe a espuma de afeitar), un oceanógrafo que cuenta las olas, una oca viuda y dos viriles trabajadores, que compensan la lejanía de sus esposas con ardientes topetazos homoeróticos. Entre la herrumbre, los aceitosos pisos de la plataforma y la neblina ambiente (realzada por la brumosa fotografía del francés Jean-Claude Larrieu), alternando a Tom Waits con Juliette Greco y a ambos con esos emperadores de la tristeza llamados Antony & The Johnsons, Coixet hace de esa plataforma un verdadero monumento a la melancolía, flotando en un mar color petróleo.

Tanto poderío de puesta en escena permite disimular algunas sobrecargadas alusiones culturosas y se dirige hacia una escena culminante en la que Hanna muestra, literalmente, sus llagas. Allí la película entera se asoma a la peligrosa pendiente de la sensiblería, que campeaba ya en Mi vida sin mí. La aparición final de Julie Christie, que parece recitar un envarado misal bien pensante como representante de una ONG humanista, confirma que lo mejor de La vida secreta de las palabras quedó atrás, en esa hora y pico en la que Hanna y Josef no sabían nada del otro.

7-LA VIDA SECRETA DE LAS PALABRAS

España/EE.UU., 2005.

Dirección y guión: Isabel Coixet.

Fotografía: Jean-Claude Larrieu.

Música: Tom Waits, David Byrne, Paolo Conte y otros.

Intérpretes: Sarah Polley, Tim Ro-bbins, Javier Cámara, Sverre Anker Ousdal, Steven Mackintosh, Eddie Marsan y Julie Christie.

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La canadiense Sarah Polley convive con Tim Robbins.
 
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