Jueves, 7 de diciembre de 2006 | Hoy
CINE › “CASINO ROYALE”, CON DANIEL CRAIG, EL NUEVO ROSTRO DE BOND
Antes que a la sofisticación y al ingenio, el nuevo 007 apela a la fuerza física: en una sola película corre, salta, repta y dispara casi más de lo que lo ha hecho Bond en los últimos 40 años.
Por Luciano Monteagudo
Quienes conocen la novela original, la primera en la que Ian Fleming perfiló a quien llegaría a convertirse en uno de los personajes más perdurables e influyentes de la cultura pop de la segunda mitad del siglo XX, dicen que este nuevo James Bond es bastante fiel al espíritu primigenio y que ahora en esta versión de Casino Royale hay bastante de la crudeza y la violencia del libro de 1953, que en su momento llegó a llamar la atención del mismísimo Raymond Chandler (quien ese mismo año daba a conocer su obra maestra, El largo adiós). Sucede, sin embargo, que el Bond que se hizo realmente famoso y dejó su huella en varias generaciones de espectadores nunca fue, por cierto, el que salió de la pluma de Fleming, sino el que lograron perfeccionar, película a película, el productor Albert “Cubby” Broccoli, creador de la franquicia cinematográfica 007; el diseñador de producción Ken Adam, que le dio a la saga su estilo visual grandioso, sofisticado y moderno; y, por supuesto, Sean Connery, que ha quedado para siempre en la memoria colectiva como el verdadero, el auténtico, el quintaesencial James Bond.
No es que en El satánico Dr. No (1962), De Rusia con amor (1963), Dedos de oro (1964) u Operación trueno (1965) no hubiera crudeza y violencia. Basta recordar la secuencia previa a los títulos de Goldfinger, en la que el agente al servicio de su Majestad Británica electrocutaba fríamente en una bañera a un enemigo ocasional (en una época en la que el cine de acción no solía atreverse a esas cosas). Pero lo singular, lo verdaderamente original y divertido de aquel Bond inicial de Connery y compañía era que el personaje, inmediatamente después, podía lucir con la mayor naturalidad un traje de etiqueta (que aparecía milagrosamente planchado debajo de su atuendo de hombre rana) y asistir a una fiesta casi sin haber transpirado, como si sólo se hubiera tratado de un percance menor.
La marca Bond –que luego tergiversarían Roger Moore y Timothy Dalton y sólo Pierce Brosnan alcanzaría a recuperar en parte– significaba no sólo elegancia, sofisticación y espíritu mundano. También había humor, un humor irónico y sutil, porque el personaje siempre trabajaba en un doble registro, como si al mismo tiempo que estaba llevando a cabo su misión le fuera guiñando un ojo al espectador, haciéndolo cómplice no sólo de su acción –en la guarida de Spectre o en la cama de una peligrosa espía–, sino también del gigantesco artificio que implicaba todo el asunto.
Bueno, de eso nada en Casino Royale. La nueva entrega de la serie (la número 21 si se cuentan solamente las versiones “oficiales”) es una de las más solemnes, estólidas y sentimentales, con excepción de alguna que protagonizó el olvidado Timothy Dalton. De humor, ni hablar. Y de distinción y refinamiento, tampoco: el nuevo Bond encarnado por Daniel Craig parece forjado a partir de la vieja consigna de Winston Churchill: está hecho de sangre, sudor y lágrimas. Al punto que ya ni siquiera se molesta en aclarar cómo quiere su Martini: le da lo mismo que sea apenas agitado (como debe ser) o revuelto.
A diferencia del Bond de Connery (o aun el de Brosnan), el de Craig parece provenir de la clase obrera: cuando se mira el traje de etiqueta frente a un espejo se sorprende, como si se lo viera puesto por primera vez y no se sintiera del todo cómodo con el moñito. Su cuerpo está trabajado como el de un fisicoculturista y, antes que al ingenio, apela siempre a la fuerza física: en una sola película corre, salta, repta, se contorsiona y dispara casi más de lo que lo ha hecho Bond en los últimos cuarenta años. Se diría, en todo caso, que su personaje está más cerca de los agentes secretos de la CIA (o al menos a la idea a la que nos ha hecho Hollywood) que de los del clásico MI6 británico. Es más, da la impresión de que si en Casino Royale a Bond no le entregan ningún equipo ni tecnología especial es porque simplemente no sabría usarlos.
Hasta aquí, en todo caso, es una cuestión de estilo y, por lo tanto, materia opinable. Pero el film dirigido por Martin Campell tiene varios puntos flojos evidentes. La secuencia previa a los títulos –un sello de fábrica de la serie– es anodina y, peor aún, explicativa: se supone que así aprendió a matar Bond y esa información no agrega nada a su leyenda, por el contrario, la empequeñece. Dos de las tres secuencias principales tienen una acción trepidante (sobre todo la que transcurre en Madagascar), pero el núcleo de la película es una larguísima, tediosa partida de poker que se supone definitoria del destino del mundo, pero que en los hechos no parece conmover ni a quienes la disputan en la mesa. Por su parte, el villano, un sádico adicto al juego llamado Le Chiffre (el actor danés Mads Mikkelsen), nunca llega a ser siquiera interesante, cuando ésa ha sido siempre, también, una condición sine qua non de la serie: un antagonista lo suficientemente desquiciado, inteligente y exótico como para poner a prueba las artes de Bond. No es el caso.
Como si todo esto fuera poco, el final de Casino Royale es tan abrupto, caprichoso y anticlimático que pareciera que la película no termina allí, sino que se trata de un simple intervalo hasta la próxima entrega. “Bond, James Bond” son las últimas palabras de Craig, como si quisiera convencer al espectador (y a sí mismo) de que él es el nuevo agente 007 y no un héroe duro de matar como tantos, como cualquier otro.
5-CASINO ROYALE
Gran Bretaña/Estados Unidos, 2006.
Dirección: Martin Campbell.
Guión: Neal Purvis, Robert Wade y Paul Haggis, basado en la novela homónima de Ian Fleming.
Fotografía: Phil Méheux.
Música: David Arnold.
Intérpretes: Daniel Craig, Eva Green, Mads Mikkelsen, Judi Dench, Jeffrey Wright, Giancarlo Giannini, Caterina Murino, Simon Abkarian.
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