Martes, 30 de enero de 2007 | Hoy
CINE › GUSTAVO FONTAN Y “EL ARBOL”
Con su nueva película, Fontán diluye la frontera entre ficción y documental.
Por DIEGO BRODERSEN
Una típica casa de barrio en Banfield, dos árboles entrelazados, uno de los cuales puede o no haber muerto hace tiempo, dos ancianos y el paso de las estaciones. Esa es toda la materia prima del último largometraje de Gustavo Fontán, que se estrena este jueves en cuatro copias “en 35 milímetros de excelente calidad”, según la descripción entusiasta del propio realizador, detalle para nada menor en un film con un trabajo de fotografía tan preciso y detallista. Una narración alejada tanto del costumbrismo como del simple retrato humano, El árbol diluye los límites entre los registros de la ficción y el documental. “Me interesa la idea de arte como exploración, de búsqueda, de no reiteración sistemática de formas”, comenta Fontán, reforzando una impresión que surge espontáneamente ante las imágenes de su película. “En el fondo se trata de una necesidad y El árbol surge a partir de una preocupación sobre el paso del tiempo, sobre los diversos modos de hacer cine y la clara intención de trabajar con cosas cercanas. Conversábamos con el equipo antes de comenzar el rodaje sobre el hecho de que, en líneas generales, tendemos a tener una mirada muy domesticada, lo cual es ciertamente peligroso, porque impide asombrarse o cuestionar el mundo y, por ende, cambiarlo. Entonces, a partir de elementos mínimos –los árboles, la casa, sus habitantes– nos propusimos recuperar el asombro de la mirada, volver a asombrarnos ante las cosas más pequeñas: la luz, los rostros, una sombra. Por esa razón el rodaje se llevó a cabo durante un año y medio e hicimos uso de toda nuestra paciencia para saber esperar y mirar.”
–El árbol fue filmada en su casa natal, los protagonistas son sus padres y, sin embargo, no se trata de un film autobiográfico, no al menos en un sentido literal: esta información biográfica no está explicitada en la película. ¿Se trata de forjar en pantalla un deseo de universalidad?
–Al trabajar con mis padres fue muy importante el elemento de cercanía; seguramente no hubiera podido filmar esta misma película en una casa ajena, con otros rostros. Pero más allá de todo esto, en el resultado final, no importa la relación real que puedan tener ellos conmigo, no es relevante que sean mis padres y se trate de la casa en la cual nací, sino que importan en relación con una exploración sensible sobre temas como el paso del tiempo y la muerte. Durante todo el proceso de realización sentí que el lenguaje cinematográfico era un territorio desierto que había que poblar, y lo biográfico nunca se impuso como elemento central del film aunque sí como plataforma de acceso emocional a los personajes.
–Da la sensación de que el relato está afirmado, casi milimétricamente, en una medianera que divide el terreno de la ficción del documental, dos universos cada vez más entrelazados, de contornos difusos.
–Fue algo absolutamente consciente: la referencia es real –ahí aparece el aspecto documental–, pero no importa como tal, porque la mirada es ficcional. En ese cruce, en ese encuentro tratamos de movernos constantemente. Hay una vieja idea de Robert Bresson: el rodaje como lugar de encuentro de lo real, la idea de que una película no debería ser la escritura de la intencionalidad sino el relato de esos encuentros.
–¿Considera que fue más importante la escritura previa, el rodaje o el trabajo con el material en el proceso de montaje?
–Es interesante, porque durante la realización de El árbol descubrí un método de trabajo que ahora estoy utilizando en un próximo documental sobre Juan L. Ortiz. El guión original era básicamente un texto de intención y los tres procesos estuvieron muy imbricados. Durante todo ese año y medio filmamos, editamos, volvíamos a escribir escenas, filmábamos esa nueva escena, de nuevo editábamos. Es imposible escindir esas tres etapas porque, realmente, ocurrieron simultáneamente. Por supuesto teníamos claras algunas cosas antes de comenzar el trabajo: el tema de los árboles, la intencionalidad poética, pero el resto fue surgiendo a partir de ese trabajo simultáneo sobre los tres procesos.
–El árbol narra una pequeña anécdota a partir de un gran despliegue poético de elementos visuales y sonoros: el uso de los planos detalle, la utilización de una banda de sonido muy elaborada en el proceso de la mezcla. Por momentos, esa combinación de imágenes y sonidos se torna impresionista, logrando en algunos tramos una tonalidad fantástica.
–Los planos generales dan un marco de referencia pero es a partir de los detalles donde pudimos permitirnos ver de otra manera, detenernos y observar con atención los vínculos entre las personas y los objetos. Lo mismo puede decirse de la pista de sonido: hubo días de rodaje en los cuales nos dedicamos exclusivamente a la captura de sonidos, a diseccionar esa casa sonoramente: cómo suena ese reloj, qué sonido hacen esas palomas. Pero más allá de todo ello, había un tema ligado al paso del tiempo, a los diversos habitantes de esa casa a lo largo de las décadas, que nos preocupaba: ¿cómo hacer para trabajar las diversas capas temporales? Y el trabajo con el sonido nos dio una pista: están esas voces, esos susurros, que pueden pertenecer al presente o bien a otro tiempo, que pueden incluso ser fantasmas. En definitiva, creo que El árbol es una película donde lo sensible –la luz, el encuadre, los sonidos– es fundamental. Sin eso la película no funcionaría. Fue importantísimo el trabajo en equipo, el haber podido generar un grupo de sensibilidad compartida muy fuerte, donde conté con el apoyo fundamental de tres personas: Javier Farina en sonido, Diego Poleri en cámara y Marcos Pastor en montaje.
–Repasando su filmografía se impone una característica poética por partida doble: sus películas tienen una poética particular, pero al mismo tiempo le interesa analizar la poesía desde sus creadores, en films como El paisaje invisible (2003), centrado en el poeta jujeño Jorge Calvetti, o en Marechal, o la batalla de los ángeles (2001). ¿Cómo se vinculan estos dos hechos o bien qué influencia tiene la literatura poética en su cine?
–Si se repasan esas películas creo que es claro que nunca me interesaron los poetas en un sentido estrictamente biográfico. Creo que los poetas tienen una mirada del mundo renovadora, encarnan un reservorio artístico de ingenuidad y frescura casi revolucionario que se opone a esa mirada domesticada de la cual hablábamos antes. Por otro lado creo que el cine tiene una potencialidad poética que se opone un poco a la omnipotencia de lo narrativo.
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