Jueves, 6 de septiembre de 2007 | Hoy
CINE › “MUJER DE LUJO”, DE PIERRE SALVADORI
El realizador tunecino pinta un mundo de puro dinero, ambición y trampas.
Por Horacio Bernades
MUJER DE LUJO
(Hors de prix) Francia, 2006.
Dirección: Pierre Salvadori.
Guión: P. Salvadori y Benoît Graffin.
Fotografía: Gilles Henry.
Intérpretes: Audrey Tatou, Gad Elmaleh, Marie Christine Adam y Vernon Dobtcheff.
¿Hay, en el cine francés actual, lugar para comedias que no sean preformateadas, como El placard o La cena de los tontos? ¿Es posible hacer hoy en día comedias sofisticadas, en las que la sofisticación no tenga el valor de artículo de lujo? ¿Qué lugar queda para la comedia romántica, en un mundo en el que el lugar para el romance se reduce cada vez más? ¿Cuenta el cine francés de aquí y ahora con verdaderos comediantes? A todas estas preguntas apunta a contestar Mujer de lujo, se las plantee de forma consciente o no, y debe decirse que las respuestas dan al optimismo más lugar del que cabría suponer. Tal vez la clave resida en que el trasfondo de Mujer de lujo es lo suficientemente amargo para hacerla contemporánea. ¿O se tratará, por el contrario, de lecciones bien aprendidas que su director y coguionista, Pierre Salvadori, tomó de la comedia de boulevard, aquella que supo retinar en los años ’30 y ’40?
La negritud estaba presente ya en la muy exitosa película anterior de Salvadori, El restorán, uno de cuyos coprotagonistas se la pasaba intentando suicidarse. Aquí, el mundo que pinta el realizador (nacido en Túnez en 1964, de familia italiana) es puro dinero, ambición, chiches caros y exclusivos en balnearios para pocos. Y de gente que se vende, se alquila o usa a los demás en su beneficio. Dándole un giro oscuro a los papeles que la consagraron, Audrey Tatou es Iréne, dedicada a la caza de señores con plata. Pero mucha, mucha plata. Por una equivocación bien de comedia, la noche de su cumpleaños, Iréne confunde al barman de un hotel cinco estrellas de Biarritz con un pasajero y terminan tomando hectolitros de cóctel de champán en la cama de él. Que no es, claro, la cama de él: difícil que un barman se aloje en la suite Imperial del hotel donde trabaja. El se llama Jean, lo encarna el por aquí escasamente conocido Gad Elmaleh y no logrará sostener el engaño por mucho tiempo más.
Lo interesante, en términos de visión desencantada, es que Jean terminará convertido en doble masculino de Iréne. Su “propietaria”, una señora capaz de desembolsar 300.000 euros por un reloj para su sex toy sin que le tiemble uno solo de sus liftings. Como Billy Wilder en Por dinero casi todo o la propia El ocaso de una vida, Salvadori se muestra en condiciones de hacer que al espectador se le revuelva el estómago con la sospechosa ética de héroe y heroína, sin que por ello dejen de resultar jóvenes, lindos y simpáticos. Lo suficiente como para desear que sean felices y coman perdices. Si la moral deriva de Wilder, de Ernst Lubitsch parecen provenir –además de los ambientes de superluxe– esos planos que fomentan veloces asociaciones mentales. Como el de la media docena de paragüitas de papel enganchados en el cabello de Tatou, síntoma evidente de que a la chica se le fue la mano con los cócteles. O la conversión de ciertos objetos en signos de alto valor cinematográfico, como los relojes aquí. O el gag por repetición, como el de los dos relojes que Tatou destroza, o las monedas de un euro que circulan entre ambos protagonistas. En medio de un elenco parejamente impecable, esta vez la sobreactuación aniñada y ojos de cervatillo de la protagonista de Amélie y El Código Da Vinci se ponen al perverso servicio de una letal profesional del arribismo. Iréne parecería tener tan tabulada la relación costo-beneficio que representa cada candidato de la tercera edad como la cantidad de veces que hay que ir al shopping para que el negocio rinda. Y todo eso sin perder la miradita inocentona. La gran revelación de Mujer de lujo resulta ser, sin embargo, el marroquí Gad Elmaleh. El modo de escrutar como una flecha a un costado y otro, la titubeante manera de expresar ansiedad corporal y la alta elocuencia que logra con muy poco diálogo, hacen pensar que no habrán sido pocas las horas que monsieur Elmaleh pasó estudiando a Buster Keaton. No eligió, ciertamente, un mal modelo a imitar. La pregunta sobre la vigencia de los comediantes queda contestada, entonces: el cine francés encontró uno verdaderamente bueno, y es marroquí.
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