Martes, 29 de mayo de 2007 | Hoy
PLASTICA › “INSCRIPCIONES INVISIBLES” Y “ESCENA POP”, EN TUCUMAN
A través de la recuperación de la escena histórica y de la presentación de los nuevos artistas, en Tucumán se revisan el pasado reciente y el presente inmediato en dos muestras.
Por Jorge Figueroa *
Desde Tucumán
Por estos días, en Tucumán puede asistirse a dos exposiciones en las que participan decenas de artistas de muy diferentes generaciones; es una buena oportunidad para tomarles el pulso a distintas expresiones, muchas de las cuales dialogan directamente con su tiempo, aunque igualmente pueden plantearse como soliloquios que capturan el espíritu de época.
Inscripciones invisibles parece mirar al pasado y Escena Pop, al presente. Pero, en rigor, la primera muestra pretende instalar una visibilidad presente para una producción artística que no la tuvo; y la segunda, ajustar el zoom para acercarse a obras y artistas emergentes en un panorama acotado.
En el texto del catálogo de Inscripciones invisibles, su curadora, Carlota Beltrame, adelanta su deseo de dar visibilidad a obras y artistas “que fueron rechazados total, parcial, frontal o sutilmente”.
El guión de la muestra, montada en el Museo Provincial Timoteo Navarro, parte de la vigencia del ideologema del “maestro”: de qué modo las influencias de Ezequiel Linares, Gerardo Ramos Gucemas, Ernesto Dumit y Aurelio Salas, entre otros, aún resuenan en los talleres de la Facultad de Artes. De todos modos, Inscripciones invisibles deja plantada con pocas obras esta idea, para ocuparse principalmente de las obras de artistas que se posicionaron en las décadas del ’70 y del ’80 del siglo pasado. A través del paradigma del dibujo principalmente, como puede observarse en los trabajos de Sergio Tomatis, Ricardo Bustos y Eduardo Joaquín; y con las entonces ambientaciones del Grupo Norte. Una curiosidad de este período (los años ’70) no puede soslayarse: las pinturas de Efraín Villa (el único artista secuestrado-desaparecido en 1976) exhiben un mundo de fantasía, de tono onírico, absolutamente alejado de la lacerante neofiguración; tampoco pasa inadvertida la obra de Daniela Jozami, retratos de Isabel Sarli, una muestra para la que contó con la presencia de la propia actriz.
Con el advenimiento del régimen constitucional, en los ’80, casi paradojalmente, se producen los hechos de censura más relevantes en la provincia. El enmascarado no se rinde, de Sergio Tomatis, exhibe no sólo cuerpos desnudos masculinos sino sus vínculos sexuales, el amor como una lucha de poder, tal vez, o como una relación de fuerzas: la obra ganó el máximo premio en un salón organizado por la provincia en el museo en 1986, pero, con policía incluida, la exposición fue clausurada por supuesta apología de la homosexualidad y de satanismo, según las crónicas periodísticas de la época; el escándalo fue tan grande que el artista tuvo que exiliarse en Suecia, donde reside actualmente. El gobierno peronista no admitía así la celebración del cuerpo y de la propia sexualidad. El grupo Crónica también fue, en este caso, víctima de la censura y su puesta Máquina tragamonedas, reina del terror ni siquiera pudo inaugurarse: la autoridad municipal (de cuño radical) la levantó envuelta en medio de otro escándalo. De esos mismos años se pueden ver grabados, esculturas y pinturas de Nicolás Leiva, Roberto Koch, Eli Cárdenas, Gerardo Medina y Graciela Ovejero, donde comienza a advertirse la preocupación por investigar el propio lenguaje artístico; es el momento en el que empiezan a proliferar las performances y las instalaciones; será el tiempo en el que un conjunto de artistas cometa el parricidio artístico: “Matar a los maestros”, o, en otras palabras, liquidar la neofiguración y a sus estereotipos y clichés, y comenzar a asumir la presencia de otros lenguajes artísticos, un proceso que recién se desarrollará a pleno en la segunda mitad de la década del ’90. En Inscripciones invisibles puede trazarse asimismo un diálogo entre un artista como Bernardo Kehoe (de los años ’70 y primeros ’80) con otros como Jorge Lobato Coronel y Rodolfo Bulacio (de los ’90), a partir de la valoración de una profunda autorreferencialidad y exaltación de la subjetividad, un tránsito en el que también se inscribe El baño, de Daniel Duchen.
El parricidio artístico mencionado no sólo cuestionaba el discurso neofigurativo y a sus representantes más inmediatos sino también el compromiso político-social que establecía; de allí a la subjetividad apuntada mediaban pocos pasos. En este proceso, toda la herencia es sometida a beneficio de inventario: se abre un proceso de profunda experimentación sobre los soportes y las materias, y el tradicional lienzo es casi abandonado y reemplazado por el plástico y la madera (Marcos Figueroa, por ejemplo, trabaja sus retratos sociales sobre el plástico); Gerardo Medina defiende una total planimetría, Rubén Kempa incorpora el collagraph y Roberto Koch exhibe la capacidad del color en la xilografía taco perdido. Los glamorosos graffitis de Octavio Amado aparecen, igualmente, en las calles céntricas.
Bueno es aclararlo: los maestros no terminarán de extinguirse; en el parricidio, finalmente, sobrevive el espectro del padre (como lo hace en Hamlet), que aparece y desaparece permanentemente. Es que a pesar de haber liquidado a los maestros, en los duelos de sus discípulos tal vez se han inscripto no sólo el debe y haber, y su correspondiente identificación, sino también el mismo enfrentamiento al que alude la palabra duelo. “Un espectro es a la vez visible e invisible, a la vez fenoménico y no fenoménico: una traza que marca de antemano el presente de su ausencia (la lógica espectral es, de hecho, una lógica deconstructiva). Y siempre están por-venir”, reflexiona Jacques Derrida.
Estas obras, estas inscripciones, se hallan en un palimpsesto, donde pueden advertirse escrituras superpuestas, que dejan ver lo anterior y lo nuevo casi en el mismo plano.
Simultáneamente, en el MUNT (el Museo de la Universidad Nacional de Tucumán, inaugurado hace pocos meses), otros son los vientos que soplan. Escena Pop, curada por quien escribe estas líneas, se propone exhibir la producción de estos días, la de un presente inmediato.
Emergente claro, porque está pugnando por su visibilidad: ligeramente despreocupada, irreverente, experimental y ocurrente, estos jóvenes artistas acentúan el carácter lúdico del arte, con una alta dosis de humor y de ironía. Si la categoría de “emergente” se debate a sí misma, puede anticiparse que ese estado, al transformarse permanentemente, nunca deja de ser tal: apenas se plantea de un modo aquí, allá se va modificando. Se comprenderá, entonces, esa calidad de emergencia, porque asistimos a un estado sin salida de emergencia.
En esta escena observamos desde procesos de investigación (se trata de un work in progress del grupo Menos Nosotras Dos, que realiza una pesquisa para buscar el artista ideal a través de una serie de encuestas) hasta pinturas de paisajes oníricos (Belén Romero Gunset); registros de intervenciones (no sólo acciones, vale aclarar) en la realidad (el colectivo Los Pasteles Rojos organizó una manifestación callejera contra la ley que manda a los jóvenes a dormir a las 4 am) y planteos autorreferenciales (Lucrecia Lionti, Soledad Alastuey, Boby Toscano y Rosalba Mirabella) de marcado tono intimista; distanciamiento en clave cínica (Javier Juárez y Esteban del Santo) y una exaltación del diseño (Sebastián Rosso, por ejemplo, se limitó a empapelar dos de los paneles). Hay una reflexión sobre el propio arte en el grupo Como un Avión Estrellado (una ironía sobre los medios, en particular sobre el programa Art Attack –“no es necesario ser un experto para ser un gran artista”–); la presentación en sociedad de una diva de blog (Lorena Kaethner), inspirada en las pin ups de los años ’50; y la reposición del maestro de ceremonia que parece oficiar como director de escena en una performance sonora (Maximiliano Farber).
* Crítico y curador tucumano. Doctor en Artes por la Universidad Nacional de Tucumán.
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