Dos bisagras hubo en la vida tanguera de Lidia Borda. Una muy clave, Ramito de Cedrón, cuando se le dio por homenajear aquellas músicas que Juan Cedrón había pergeñado sobre textos de Marechal, Manzi, entre otros, y ella, lírica y conmovedora, había pasado a nuevo. Y la otra, más importante aún, cuando, siete años después, el epicentro humano de su voz fue Homero Manzi y el resultado dio Caminos de barro y pampa, casi una exegesis del vate de Pompeya traducida en doce piezas. Ambos discos cosecharon laureles –y en cantidad– y la posicionaron como una de las mejores voces femeninas del tango del siglo XXI. Pero, a la vez –efecto colateral– tendieron un manto de ninguneo sobre su pasado reciente. Es por eso, entonces, que la reedición de Tal vez será su voz, Aqcua Records mediante, viene a reparar el desliz. Fue su segundo disco. La acompañaron Diego Schissi en piano y la orquesta El Arranque en pleno. Lo presentó acompañada por Juan Falú y Diego Rolón en La Trastienda. Y operó, además, como un anuncio de lo que vendría disfrazado de bisagra: cuatro de los trece temas (“Tu pálida voz”, “Fruta amarga” y “Paisaje”, además del que da nombre al disco) le pertenecen a Manzi, y el resto (“Pampero”, “Vida Mía” y “Apología tanguera”, entre ellos) son signos de una condición que la cantante instalaría como corriente defensiva del acervo “por la positiva”. O sea, no la revisión cómoda de clásicos con destino verde gringo –aunque algunos hubo– sino la reinterpretación de gemas olvidadas que ciertas corrientes vitales del tango contemporáneo transformarían en regla. La Borda, que venía de un zigzag entre el teatro y la música, de hacer las inferiores junto a su hermano (el rockero descarriado Luis), de un disco debut con tesitura similar (Entre sueños, 1996), y de ciertos trabajos conjuntos (Patio de Tango, con Esteban Morgado y Brian Chambouleyron, por caso), mostraba al fin su real impronta. Dejó entrever por qué rieles devendría su destino. Y el destino le cumplió.