CINE
Más allá de decisiones de índole técnica o estética, hay algo que apunta Miguel Kohan, el director de Café de los maestros, que es evidente en la película: para atrapar lo que tienen de fascinante estos maestros, que se formaron al calor de las grandes orquestas de la época de oro del tango, sólo hace falta seguirlos. Lograr una intimidad (en eso, claro, hay mérito de los hacedores del film), que permita mostrarlos como son. Ningún guión podría mejorar a Libertella sentenciando: “No podés separar al tango de la vida”. O a Jorge “Portugués” Da Silva, histórico ingeniero de grabación de ION, volviendo a recibir a Salgán décadas después. O a Juan Carlos Godoy reflexionando: “Hace 56 años que canto, y no trabajé nunca más”. Luego están los lugares que representan a cada uno, y que la película selecciona: la confitería donde Di Sarli apodó artísticamente a Podestá, o ese otro bar (el Kentucky de Pacífico) donde el cantor tiene su propio rincón, con nombre y todo. Está Juan Carlos Godoy, burrero viejo, siguiendo una fija en el hipódromo. Y una perlita tanguera: Carlos Lázzari, bandoneonista y arreglador de la orquesta de Juan D’Arienzo durante 25 años, defendiendo a capa y espada el estilo que entre los tangueros tiene sus detractores, acusado de “demasiado bailable” o “marcial”, entre otros epítetos populares. “Ja, decían que D’Arienzo era una orquesta de verano, pero él no dijo cuántos veranos”, se enorgullece el músico. Y apura, en la grabación, a sus colegas: “¡Vamos! ¡No se queden, muchachos, no tengan miedo de ir adelante!”
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