Martes, 15 de septiembre de 2009 | Hoy
CINE › OPINIóN
Por Hugo Santiago
Esta Trilogía se hizo sola.
En 1967 fui a verlo a Borges, con una idea de ciudad sitiada que se llamaría Aquilea y que sería víctima de una invasión. Esa ciudad tendría sus hombres (pocos) para defenderla, tendría su luz –negros y blancos y los grises más densos del mundo–, sus calles hechas de otras calles, su río turbio e infinito, sus plazas abismales, sus ilimitados atardeceres, su orbe de ruidos –pasos y portales y pájaros y estallidos que la amenazarían como enemigos–, tendría sus tangos y milongas bravías y su Grupo del Sur, que más allá del final saldría a resistir.
Diecisiete años después, exiliado en París como Saer, tuvimos ganas (y necesidad) de hablar de nosotros lejos de Aquilea: imaginar que los antiguos invasores ya habían caído, que nuevas tempestades se habían precipitado sobre el país (Aquilea ciudad era ya la capital de la República de Aquilea), que cantidad de nuevos exiliados aparecían en Francia –unos militantes, otros combatientes, otros víctimas–, y se encontraban con la banda de amigos de un músico de genio: la represión en Aquilea se contagiaba a esos territorios remotos, nadie le escapaba a la peste.
La violencia venía a buscarnos, invadiendo la música y las nostalgias y los grises de mis veredas de Saturno –una y otra ciudad, imaginarias, de dolores y muertes compartidas–, encontrándose en el seno de aquellos aquileanos de París.
Terminadas Las veredas..., en 1985 le hablé a Saer de una tercera película “dentro de veinte años”: esa del eventual, angustiante, incierto regreso a la Aquilea de los orígenes. El protagonista, claro está, debía ser un eminente científico viviendo en Europa desde medio siglo atrás, libertario empedernido, aureolado de sus inventos.
Acaso hubiera escrito Adiós con Saer, pero Saer murió en el 2005 y dos años después, al día siguiente de la muerte de mi madre (y Borges y Bioy muertos desde hacía tiempo), se me hizo claro que me había quedado solo para estos menesteres, que así de solo tendría que componer el final de la Trilogía.
Para filmar allá, otra vez, en mi ciudad. A nuestro héroe buscando su memoria, en esas mismas calles hechas de otras calles, en barrios últimos, en las plazas de los árboles oscuros, en las orillas –con luces negras y los grises más densos, imágenes que acaso declinen aquellas de Invasión pero que, saliendo del negro aquel, avancen hacia el misterio de tonalidades nunca vistas–. Noches del color de la noche, amaneceres que no terminen de amanecer, incontables crepúsculos del crepúsculo.
Con otros tangos bravíos y otra orbe de ruidos inauditos de un hoy indefinible, y el silencio espantoso, y el tumulto de antiguas pasiones en la calma engañosa –encubriendo apenas la amargura de la amenaza que progresa–.
Los deseos encontrados de nuestro héroe, en la celebración y en el duelo, en el vértigo de sus días desgarrados –en su patria del Sur–.
¿Qué preguntarse, cuando ya no quedan preguntas?
Esta Trilogía se hizo sola.
París, el Lubéron, la Toscana, Sicilia, Andalucía, Buenos Aires –yo siempre he estado, y estaré, en Aquilea–.
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