Lunes, 25 de enero de 2010 | Hoy
CULTURA › OPINIóN
Por Osvaldo Bayer
Ya, quince años. Enero. Sin despedirse. Miguel, el profundo, el buscador. Buscar respuestas para preguntas sin respuestas. Entonces, la mano abierta. El diálogo. La palabra amistad. Y de pronto, la nada, el vacío. La muerte. La muerte que es muerte pero no punto final. Las imágenes, los recuerdos, la nostalgia por el diálogo perdido. Por esa sabiduría sana, de campo, la llamo yo. Porque justamente me acuerdo de una larga charla en el café El Foro, de Corrientes y Uruguay, mi café preferido que todavía no tiene algún tango que lo recuerde. Ahí, el paso de la gente apresurada y el diálogo sin prisa con Miguel y el Gordo Soriano. Un diálogo casi en voz baja. Los tres, casi gente de campo, por lo menos en sus orígenes. Gente del interior, por eso, más pausados. Briante nos hablaba de su caballo en General Belgrano (a Miguel le gustaba decir mejor que había nacido en Manuel Belgrano, no lo quería general al generoso de la azul y blanca). Yo relataba sobre mis largas cabalgatas por Naré y Humboldt, allá, en la pampa gringa santafesina. El gordo Soriano nos hablaba, en cambio, de guanacos, y, como siempre, le creíamos la mitad pero lo acelerábamos para ver cómo su imaginación se transformaba en fantasía. Literatura pura.
Cuando nos adentrábamos en el campo salía la discusión del idioma, de ese idioma; Briante se endulzaba con Benito Lynch, el olvidado; Soriano con José Hernández, el indiscutible, y yo, distante, les aconsejaba al intocable Hudson de Allá lejos y hace tiempo. Donde el idioma es el paisaje y ahí, les decía casi levantándome de la silla, ahí está el verdadero idioma. Pero después nos uníamos en algo que nos unía hasta el fanatismo. Sí, empecemos primero por Chéjov. Ahí está el idioma de la melancolía, el idioma del silencio, de la nostalgia, el idioma del paisaje sin horizontes y con caminos vacíos. Y para personajes, Dostoievski, está todo dicho. Ahí estábamos los tres de acuerdo. Esa melancolía era la esencia de la vida, lo único a lo cual se podía esperar. La única oración: la melancolía del recordar. Es esa melancolía que me invade cuando observo el lugar que ocupaba El Foro, que no existe más. ¿A dónde fueron a parar las sombras que se movían constantemente en él, a dónde las palabras que se pronunciaban sin parar, las carcajadas súbitas que rompían el equilibrio de los sonidos de motores, los bocinazos de antes y los gritos repentinos? Los dos, Miguel y el Gordo se fueron –uno un poco antes que el otro– justamente en este enero del calor y los vacíos. De pronto, así, se quebró el diálogo. Queda, sí, la nostalgia. La nostalgia del diálogo, de las imágenes, el humo. Algún diálogo. La melancolía. Bella.
–La mejor bebida del escritor es el whisky, lo único que han hecho bien los ingleses –nos explicó Briante, con gesto definitivo.
–Los escoceses –corrigió Soriano.
–Sí, el whisky –lo corregí yo–, pero un vaso sólo; el segundo, te mata células, las ideas.
–Y te paraliza la lengua –agregó el Gordo.
Miguel me miró como desarmado e incomprendido. Es como si de pronto lo hubiéramos dejado solo.
Briante. Quince años ya. La búsqueda constante de él. El querer comprender desde la experiencia. Justo esa generación que ya fue apareciendo en el ’82, poco a poco. Nueva, queriendo saber todo, explicarse todo. Frente a generaciones que no querían saber nada ni de lo pasado ni de búsquedas. No querían desaparecidos en su historia. Y los exiliados que regresaban ante un silencio que querían olvidar todo. Y esa nueva generación de buscadores desde sus nuevas publicaciones que quería saber lo que había pasado. Qué habían hecho los argentinos con la Argentina. En esa búsqueda estuvo Miguel Briante. De pronto, su final. Nada más injusto. Necesitamos un Chéjov para describir la melancolía que despierta su ausencia. Pero están sus libros. Un testimonio válido para definirlo. El ya no está para darnos la mano. Pero sí, sus libros, para leerlo y encontrarlo siempre.
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