Lunes, 25 de enero de 2010 | Hoy
CULTURA › OPINIóN
Por Vicente Battista
A comienzos de 1962, El Escarabajo de Oro convocó el II Concurso de Cuentistas Americanos. Llegaron 360 originales. El jurado, formado por Augusto Roa Bastos, Beatriz Guido, Dalmiro Sáenz y Humberto Costantini, que por lo válido y heterogéneo garantizaba la ecuanimidad del fallo, otorgó cinco primeros premios: “Los pájaros salvajes”, de Germán Rozenmacher; “Le decían cuarenticinco”, de Octavio Getino; “Las aristas del tiempo”, de Juan Carlos Villegas Vidal; “Mi amigo”, de Ricardo Piglia; y “Kincón”, de Miguel Briante. Algunos de estos nombres ya son figuras destacadas en nuestra literatura, pero hace casi medio siglo sólo se trataba de muchachos entusiastas dando sus primeros pasos. El más joven de todos era el autor de “Kinkón”. Al abrir los sobres descubrimos que tenía 18 años recién cumplidos, que había nacido en General Belgrano y que firmaba Miguel Briante Iza. Su cuento nos hizo ver que, además, había leído muy bien a Borges. No es casual que Ficciones haya sido el primer libro que Briante me regaló. Aún lo conservo, al pie de la dedicatoria escribió la fecha: 30 de noviembre de 1962. Hay que situarse en tiempo y espacio. Por aquellos años, Borges no era bien recibido.
Muchos encumbrados nombres que hoy lo reverencian, entonces lo cuestionaban, y no sólo por sus ideas políticas, legítimamente cuestionables, sino también por su escritura. Por consiguiente, sorprendía que un joven de 18 años hubiera logrado comprender el valor de esa escritura y fuese capaz, a partir de ella, de construir su propio lenguaje, su manera personal de contar la historia. Esto ya se veía en aquel cuento premiado y se consolidaría con su producción posterior. Producción corta, es cierto: unos otros pocos relatos que se unirían a su primer libro, Las hamacas voladoras, y una novela, Kincón que, como el nombre lo indica, es el desarrollo de aquel cuento inaugural. Hay mil razones para explicar o intentar comprender esa parquedad de palabras. Podría hablarse de la afiebrada labor periodística que desarrolló Briante o podría hablarse de su desmesurada pasión por el alcohol. Pienso en Juan Rulfo, ese enorme escritor que en algún momento también fue un gran bebedor y por el que Briante no disimulaba su admiración. La obra de Rulfo es escasa en cantidad y vasta en profundidad. Durante años prometió un libro que jamás escribió. Briante hizo lo mismo, casi con las mismas palabras. A Rulfo le bastaron un libro de cuentos, El llano en llamas, y una novela, Pedro Páramo, para ubicarse definitivamente entre los mayores escritores del siglo XX. Me atrevo a asegurar que con Briante sucede algo parecido: su libro de cuentos Las hamacas voladoras y su novela Kincón lo sitúan, sin más trámites, entre los mayores escritores de nuestro país. Podría articular numerosas razones para avalar este juicio. Creo que basta con leer ambos libros para comprender lo que quiero decir.
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