CULTURA
Desde la altura de sus rascacielos, el paisaje de Shanghai aparece dominado por una sucesión de edificios cuyo final no puede verse. Son cientos de moles que se difuminan hacia el horizonte, azuladas por el humo. Con la enorme población con que cuenta, sorprende que Shanghai no tenga problemas de inseguridad. Los delitos comunes son, de hecho, rarísimos. Pero justo cuando se está por prodigar el elogio una sospecha cobra fuerza. Hay policías y cámaras de vigilancia por todas partes. Hay restricciones en Internet –Facebook y Twitter están vedados, por no hablar de otros sitios– y la prensa no tiene mucho margen de maniobra. Algo de sensatez hay en las respuestas que suelen dar los burócratas: si no hubiera regulaciones férreas, sería imposible gestionar a esa quinta parte de la humanidad que vive dentro del Dragón Asiático. No obstante, no deja de causar cierta impresión que, al hablar con jóvenes, muchos no reconozcan la emblemática imagen del hombre parando el tanque en la Plaza Tienanmen, ni sepan quiénes fueron Los Beatles, ni qué hizo Bob Marley, ni qué son los premios Nobel. En ocasiones, la fiebre del control alcanza niveles ridículos: Analía Goldberg, que se integró al acto de cierre en la American Square, reveló que no había podido cantar tangos y debió conformarse con sólo tocar, porque las autoridades chinas obligan a los artistas a presentar con anticipación las letras de los temas para ver si son “potables”. ¿Quería hacer un tema de protesta, o algo así? No, simplemente pretendía cantar “Nostalgias”, y en español.
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