En alguna nota dijo que con este disco había aprendido mucho sobre la canción. ¿Qué le queda por aprender, a esta altura?

–No, me falta aprender de todo... No se termina nunca el caminito de la música, siempre encontrás un modo más certero de decir, encontrás las palabras justas o cómo buscarlas... Siento que uno aprende cada vez más. Se trata de una especie de apertura personal para encontrar dentro de uno una letra, una melodía, una forma. Y después hay que poder darle forma tal cual uno la ve adentro. A ese trabajo de darle forma uno le va encontrando un método, un sistema, incluso si es cualquier cosa, y eso no para nunca. Y cantar... El aprendizaje del canto también es algo que no tiene fin.

–Además, porque la voz cambia con el tiempo.

–Claro. Y aprender a manejar tus propios yeites –palabra que odio porque me parece muy hippy, pero es la única que se me ocurre–, no exagerarlos, o hacerlo cuando es necesario, llevarlos al límite... Me di cuenta, grabando con Cachorro, que cuando yo exageraba algo, a él no le gustaba o le parecía demasiado. Al principio pensé: “Qué raro que es trabajar con un productor, porque a lo mejor esto a alguien puede gustarle”. Pero con el correr de los días me di cuenta de que tenía mucha razón. Palo Pandolfo, por ejemplo, es un tipo que me copa, y a veces siento que si se recatara un poco... Hicimos un intento de trabajar juntos, como si yo fuera productor, y quedó en nada, no por mala onda, sino porque es imposible que yo pueda producir... y menos a Palo. Pero lo que hubiera querido lograr de él es como cierto “control”, aunque esa palabra sea muy incorrecta. El control de algo sobre vos mismo, como para poder usar eso en el momento adecuado. A lo mejor, en una canción sí te descontrolás todo pero, en otra, bancarte te ayuda, incluso a manejar tu propia emoción. Aclaro que a Palo lo admiro, me parece un artistazo, y justamente en su desboque está lo suyo, no es que no lo entienda. En realidad, lo pongo a él como ejemplo para hablar sobre mí.