Lunes, 4 de julio de 2011 | Hoy
LITERATURA
Como Antonio Yammara, uno de los protagonistas de El ruido de las cosas al caer, Juan Gabriel Vásquez tenía prohibido visitar la Hacienda Nápoles de Pablo Escobar, donde estaba el mítico zoológico del narcotraficante. “Ese sitio no lo vas a conocer ni en sueños”, le dijo su padre a ese niño que, como todos los niños de entonces, quería vivir la experiencia de estar en un “lugar fantástico”, gratuito y abierto al público. “Había animales que no veías en ninguna parte, como un delfín rosado de los del Amazonas –cuenta el escritor–. Pero era, todo el mundo lo sabía, la propiedad de un mafioso que ya había empezado a matar. Para mis padres era inconcebible que visitara el zoológico; entonces acabé yendo con la familia de un amigo. Recuerdo muy bien esa sensación de conflicto por estar en un sitio fantástico, disfrutando, y al mismo tiempo sentir que estaba haciendo algo mal, de manera indebida. Por eso el zoológico me parece un símbolo de lo que fue la relación de Colombia con el narcotráfico: la idea de tolerancia, sabiendo que no está bien.”
–¿Sigue teniendo cierto halo mítico la figura de Escobar?
–Sí. Escobar cambió la vida de gente muy pobre de Medellín, que un día estaba partiéndose el cuello para conseguir agua potable y al día siguiente tenía un barrio plenamente funcional, con todos los servicios. Por eso fue tan difícil agarrarlo, porque pudo esconderse en esos barrios, porque había gente que lo quería; gente que aún le sigue llevando flores a la tumba. Pero también en las clases medias y altas, el dinero del narcotráfico se infiltró y funcionó como una especie de chantaje moral para toda la sociedad colombiana. García Márquez tiene una frase genial en Noticia de un secuestro: “con el narcotráfico prosperó la idea de que el cumplimiento de la ley era el mayor obstáculo para la felicidad”. Y efectivamente fue así.
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