Miércoles, 12 de abril de 2006 | Hoy
Las discusiones y debates que en muchos países del mundo está teniendo lugar a propósito de la problemática de la bioética constituyen ahora el terreno en el cual la Iglesia hace valer de manera más contundente su pretensión de hablar en nombre de la humanidad y no en nombre de una revelación positiva. Ello con la consecuencia probable de que se estén cociendo “otros Galileo” y muchos otros choques entre la autoridad eclesiástica y el mundo contemporáneo, motivados sólo por la contumaz fidelidad de la Iglesia a los contenidos de una cultura que es ciertamente más antigua y habitual, pero no por ello ha adquirido ningún título en orden a ser considerada como la verdad eterna. Bastaría citar aquí un ejemplo clamoroso: el del rechazo al sacerdocio femenino, que el Papa no argumenta con razones de oportunidad o de hábito histórico, como quizá resultaría algo más comprensible, sino invocando a una vocación “natural” de la mujer, que hoy sólo una concepción metafísica y esencialista podría llegar a tomar en serio. Pero hay todavía más: hoy no se trata ya sólo del problema de la relación con la ciencia o con las exigencias de emancipación, como en el caso del feminismo. Está también, y quizá sobre todo, la cuestión del ecumenismo –no sólo cristiano sino interreligioso–, porque hasta que no deje de estar prisionera en las redes de su “metafísica natural” y de su literalismo (Dios es “padre” y no “madre”, por ejemplo), la Iglesia no llegará a poder dialogar libre y fraternalmente ni con las otras confesiones cristianas ni, principalmente, con las otras grandes religiones del mundo. La única vía que le queda abierta para no regresar a la condición de pequeña secta fundamentalista, como lo era necesariamente en sus inicios, y para desenvolver efectivamente su vocación universal, es la de asumir el mensaje evangélico como principio de disolución de las pretensiones de objetividad. No puede resultar escandaloso decir que no creemos en el Evangelio porque sepamos que Cristo ha resucitado, sino que creemos que Cristo ha resucitado porque lo leemos en el Evangelio. Una inversión de este tipo resulta indispensable para no caer en el ruinoso realismo, el objetivismo y su corolario, el autoritarismo, que ha caracterizado a la historia de la Iglesia.
* La edad de la interpretación, en El futuro de la religión (Paidós).
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