Miércoles, 17 de octubre de 2012 | Hoy
CINE › OPINIóN
Por Richard Copans *
Tal vez uno se hace documentalista por curiosidad. Siente curiosidad por el mundo, las sociedades, por los hombres. Pero creo que la curiosidad no basta. Hay que tener ganas de contar historias. Más aún: hay que tener ganas de inventar relatos siempre diferentes. Sin embargo, a pesar de que tengo esas cualidades, no llegué al cine documental por mi curiosidad por el mundo, sino por un deseo irreprimible de cambiarlo. Esperando que el cine fuera un pequeño tornillo en el gran proceso de la revolución. Soñando que la revolución fuera ineluctable y que íbamos camino a un mundo mejor. Salí del Idhec, la escuela francesa de cine (hoy Femis), en 1968. En esa época era normal pensar todas esas cosas y ponerlas en práctica. Yo no estaba solo.
Hoy todos sabemos que nada ocurrió como pensábamos. Al contrario, fuimos de derrota en derrota. Pero también aprendimos que el deseo de revolución es un movimiento nunca concretado y siempre renovado. En este movimiento de la historia tuve suerte. Estaba en Francia, la tierra del cine y del derecho de autor, la tierra de los Cahiers du Cinéma (¡ay, Serge Daney!), el país donde el cine es una política de Estado que se manifiesta en apoyos, subsidios y festivales. Nunca nos cansaremos de decir hasta qué punto la famosa “excepción cultural francesa” nos ha protegido y ayudado.
Después de A pas lentes en 1978 (la última película del grupo de cine militante Cinélutte y la primera de Films d’Ici), un filme sobre un grupo de mujeres de la fábrica Lip, recibimos ayuda y apoyo del Centro Nacional del Cine. No fue un apoyo político, naturalmente, sino un apoyo al cine, largo o corto, documental o de ficción. Y lo que era cierto en 1978, hoy sigue siendo cierto. Fácil, demasiado fácil, dirán. En esas condiciones y con tanto apoyo es demasiado fácil hacer cine. El dinero no basta.
Al dejar la política redescubrimos la política de autor. El director es el autor. E inmediatamente aplicamos esta idea al cine documental. Exaltamos ese gesto simple: filmar, sostener la cámara, mirar por la lente es un gesto de autor. Ya teníamos a Joris Ivens, Jean Rouch, Chris Marker y Robert Kramer. Comprendimos que, si el director ve, tal vez nos haga ver. No mirar. Ver. Porque él ve que podemos ver. Es un intercesor, un chamán. Y lo que vemos en la pantalla es el mundo (uno de los relatos posibles sobre el mundo), pero también es descubrir al que lo vio. Subjetividad absoluta, única garantía para transmitir algunas de las vibraciones del mundo. Cada uno con su visión particular: Nicolas Philibert tomó la cámara, Claire Simon tomó la cámara.
Yendo más lejos, releí a Micel Leiris y a Jean Genet. Apliqué a los autores la regla que el escritor pone en el prólogo de L’âge d’homme: para ser sincero, el autor debe sentir la sombra del cuerno del toro sobre él, como aquel que enfrenta al toro en la arena. Debe ponerse en peligro, no ocultar nada, enfrentar lo desconocido cara a cara. Eso es lo que debe hacer un artista si quiere crear.
Han querido encerrarnos. La Ficción con F mayúscula como un género mayor, el “verdadero” cine. El documental en el asiento plegable, un estribo antes de confrontarse al gran arte. Hemos terminado con esas viejas ideas. El cine es uno. La dirección existe tanto en el documental como en la ficción. Luchamos con nuestros personajes como todos los directores. Tensamos el guión como un arco, aunque recién leemos nuestros guiones cuando la película está terminada. No tenemos los mismos medios, pero sí las mismas preguntas. Y todos hemos podido verificar que una mirada incisiva vale más que un equipo de 150 personas. Y sobre todo, como estábamos en Francia, pudimos escapar de la televisión. Empezamos a mostrar nuestras películas en salas. Recreamos comunidades de espectadores. Teníamos un público.
Descubrimos parentescos secretos: el del jazz, por ejemplo. La ficción y su guión son como la música clásica y su partitura. Nosotros somos como Charlie Parker o Archie Shepp: tenemos el tema, el ritmo varía, invitamos a algunos amigos y la partitura recién puede ser escrita cuando la pieza se detiene. El documental es el jazz del cine.
Yo empecé como director de fotografía. Me convertí en productor a principios de los ’80. Después pensé que mi destino era dirigir películas. Me cansé rápidamente. Me faltaban los otros. Nuevamente empecé a producir.
Creo que producir es una de las profesiones más bellas del mundo: al principio no hay nada, al final del proceso hay un film que se puede compartir con el mundo entero. Es hermoso. Y creo que, para producir, el productor debe ver el film que todavía no existe. Sin esa visión no hay diálogo posible. El director y el productor no miran la futura película desde el mismo lugar ni desde el mismo punto de vista. Pero yo también necesito ver una forma, un relato, una necesidad. Y presentarla al autor para que busque y vaya más lejos. Por supuesto, hay que encontrar el dinero, imaginar estrategias de producción, acordar la forma de la película y la forma del presupuesto. Pero eso es sólo una parte del trabajo. A veces digo: es como con la pelota vasca. Yo soy el muro contra el que rebota la pelota. Sólo con su pelota, el autor-director no puede hacer nada.
En ese gran movimiento de la historia, de las formas y del cine yo he tenido suerte. De otro modo, ¿cómo explicar mis encuentros y agremiaciones con Renaud Victor, Luc Moullet, Robert Kramer, Claire Simon, Stan Neumann, Denis Gheerbrand o Richard Dindo?
En una conferencia para estudiantes italianos de cine, Luc Moullet decía: “Si quieren ser documentalistas, necesitarán buenos zapatos”. ¡Animo entonces!
El mundo es grande. Nosotros también.
* Documentalista, productor, fundador de Les Films d’Ici.
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