Domingo, 30 de diciembre de 2012 | Hoy
LITERATURA › OPINIóN
Por Oliverio Coelho
Hay algo extraño en el hecho de sentarse a escribir sobre libros que se publicaron durante un determinado año. Se trata de una experiencia evocativa que uno suele hacer considerando ciclos sentimentales, pero nunca pensando en el calendario solar. El panorama literario actual es tan vasto que las predilecciones resultan relativas o superficiales frente a un campo editorial que recuperó, después de décadas, su autonomía. Por eso, intentando calibrar la lectura como ejercicio de curiosidad, me apuraría a destacar, más allá de la dosis adictiva de Aira o Cohen, un racimo de primeras novelas: El viento que arrasa, de Selva Almada, El amor nos destruirá, de Diego Erlan, El exceso de Edgardo Scott, Canción de la desconfianza, de Damián Selci. Luego la obra poética reunida de Alejandro Rubio, el ensayo Atlas portátil de América latina, de Graciela Speranza, y el primer tomo del Zen de Alberto Silva. Novelas íntegras como Una misma noche, de Leopoldo Brizuela, Cuaderno de Pripyat de Carlos Ríos o La experiencia dramática de Sergio Chejfec. El rescate de la obra de Salvador Benesdra también marca un hito tras casi una década de ausencia en librerías.
Tengo la impresión de que a diferencia de años anteriores, el 2012 se caracterizó en parte por la edición de escritores latinoamericanos contemporáneos que no coinciden con el reflejo de lo latinoamericano que devuelve el mercado español. Basta hacer un repaso: Sangre en el ojo, de Lina Meruane; Cocainómanos chilenos de Gonzalo León; La piscina de Edgardo Rodríguez Julia; Otra vez me alejo de Luis Othoniel Rosa; Simone de Eduardo Lalo; La pared en la oscuridad de Altair Martins y El monstruo de Sergio Sant’Anna. También se mantuvo la política de traducción que algunas editoriales vienen peleando desde hace unos años: La soledad del lector de David Markson, Muy lejos de Kensington de Muriel Spark, Juego de damas de Jane Bowles, Pasiones heréticas de Pasolini, Pensamientos verticales de Morton Feldman, entre otros. Quizás el premio al editor del año que recibió Adriana Hidalgo en la FIL de Guadalajara dé cuenta del peso que las editoriales argentinas están teniendo en habla hispana. Entre el 2002 y el 2012 en el país se consolidaron una decena de sellos nuevos. Algunos tienen ya más de cincuenta títulos en su catálogo y van camino a ser lo que Emecé o Sudamericana en su momento. Por eso, al hacer un balance, quizás convenga celebrar que, contra todas las predicciones apocalípticas, se está recomponiendo una cierta hegemonía editorial perdida a partir de los setenta. Es que elegir qué escritores argentinos y latinoamericanos queremos publicar y leer, qué nos importa traducir, define la autonomía de un campo editorial y, en este punto, su posible sentido político.
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