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Lunes, 12 de junio de 2006

PLASTICA › OPINION

Un estuche de leyendas

 Por JUAN CRUZ *

Por donde lo abras, el estuche de las leyendas de Picasso siempre te devolverá una imagen nueva del pintor del siglo XX. Dicen que una vez le preguntaron a Jacqueline, su última mujer: “¿Es verdad que era un hombre tan fogoso, que dejaba el trabajo por acariciarte?” Y ella, que le sirvió de cancerbera, hizo un mohín nostálgico, se acercó al oído de su interlocutor, y desde la viudez que redime todos los recuerdos explicó: “Poco tiempo antes de morir, enfrascado como siempre en sus pinturas, después de cenar, a veces escuchaba su voz llamándome, como si me requiriera no sólo para que le alcanzara agua. ¡Y no era él, era el loro, que imitaba perfectamente su voz en esos trances!” Así que ella volvía a su cama, con su camisón insinuante, mientras Picasso gritaba desde el cuarto de sus dibujos: “¡Déjame en paz, debo pintar!” Pintaba obsesivamente, como para tachar el tiempo que se le echaba encima. Los últimos años los pasó en un castillo oscuro, recluido y melancólico; se decía que pintaba tanto para ganarle la partida al tiempo, y que no era en absoluto aquel espectáculo de alegría que tanto se divulga de él. Era genial, eso ya se sabe, y lo era también en la condición doméstica; el fotógrafo Roberto Otero (que murió en Mallorca hace dos años), que fue marido de Aitana Alberti y llegó a Picasso por el poeta, lo retrató en mil posturas privadas, en fotografías de coleccionista, y supo muy bien cómo era la relación con Jacqueline. Esta mujer que no resistió luego la soledad opresiva que le dejó el artista tan poderoso, se quejaba siempre de las camas donde dormía, y una vez Picasso deshizo la obra de un día, o de un año, y con aquellos bastidores que ya tenía pintados fabricó una cama con sus propias manos. “Toma, duerme ahí, ésta es tu cama para siempre”. Una cama firmada por Picasso. Se dice, también está en el estuche de las leyendas, que devolvió a un escritor a la calle porque quiso que le firmara una botella de vino. También está en ese estuche legendario su relación con las palomas: nació en Málaga, entre ellas, y sabía que eran malolientes, sanguinarias, insolidarias y tontas, y acaso por eso las pintó tanto y tan obsesivamente, como si así las conjurara. Se dice que un día llegó a su estudio Louis Aragon, el poeta comunista que estaba preparando un congreso antifascista, le dijo a Picasso: “¿Me das una paloma de éstas que pintas? Podría ser el emblema del Congreso”. Picasso entonces le puso a la paloma una rama en el pico y ya para siempre todos creímos que él amaba las palomas. Es posible que todo sea mentira, pero era un genio tan grande como el mundo, y cualquier cosa que se diga de su legado suena a leyenda. También lo que es verdad, que quizá sea todo.

* Especial de El País semanal.

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