Lunes, 12 de junio de 2006 | Hoy
PLASTICA › OPINION
Por MANUEL VICENT *
De Picasso se ha escrito más que de Napoleón, se han publicado más libros que de la Segunda Guerra Mundial. Hubo un tiempo en que la cartulina con la reproducción del Guernica sustituyó a la Santa Cena en todos los hogares progresistas y se constituyó en un símbolo, del cual se han servido varias generaciones para interpretar una parte de la historia del siglo XX. La figura de Picasso trasciende a la propia pintura. Su actitud ante la vida, su carácter e incluso su indumentaria, son inseparables de su propia fama, gloria o popularidad en cuya llama se abrasó su persona. Sin estas variables biográficas y políticas no sería posible situar el lugar exacto de este artista en el campo de la estética.
El pintor y cartelista valenciano Josep Renau, que desempeñó el cargo de director de Bellas Artes durante la Guerra Civil, fue designado para encargarle un cuadro a Picasso en nombre de la República para la Exposición Internacional, que se celebró en París en 1937, en cuyo pabellón español, diseñado por el arquitecto Josep Lluís Sert, montó la Fuente de Mercurio el escultor Calder, se exhibió el Cactus del panadero Alberto Sánchez y se expuso el cuadro de La Masía, de Joan Miró, adquirido después por Hemingway. Para cumplir esta misión, según me contó un día el propio protagonista, Josep Renau llegó a París, vestido con traje oscuro, corbata de plastrón y zapatos de charol, imbuido por el respeto sagrado que le merecía un artista tan famoso. Acudió a la Rue de la Bôetie donde Picasso le había citado. Buscó el número a lo largo en los portales y en lugar de hallar el estudio del pintor, como suponía, Renau se encontró con que la dirección correspondía a un bistró. Se acercó a una de sus ventanas y a través de los cristales vio al artista con gorra, jersey de apache y pantalones de pana jugando a las cartas con unos tipos rudimentarios en una partida de sobremesa. Renau se sintió ridículo al verse vestido de político en viaje oficial con unas prendas que estaban muy alejadas de su carácter formado en el Ateneo Libertario de Valencia. Se arrancó el plastrón y lo arrojó al basurero de unas obras, se abrió la camisa y se presentó ante el pintor de forma algo más apropiada.
En el estudio de la Rue des Grands Agustins se formalizó el contrato del cuadro para la exposición, que en principio iba a ser una Tauromaquia. Picasso sólo quiso cobrar los materiales, el lienzo y las pinturas, que, por cierto, fueron de una evidente mala calidad, como demuestra el deterioro en que se encuentra la obra. Picasso unió la idea de la Tauromaquia con los desastres de la guerra y el resultado fue esa hecatombe en la que el toro ibérico muge y la Muerte relincha su triunfo en forma de caballo. El día 26 de abril de 1937, cuando el cuadro ya estaba terminado, sucedió el espantoso bombardeo de Gernika por la Legión Cóndor. En homenaje a esa villa bilbaína, donde se conservaban los símbolos de un pueblo vasco, Picasso tituló el cuadro con su nombre. A partir de ese momento el Guernica se convirtió en un cartel universal contra la barbarie.
Mientras España ardía en medio de la Guerra Civil, en el café Flore de París se reunían todas las noches algunos exiliados ilustres, entre los que estaban Buñuel, Bergamín y otros intelectuales que aprovecharon un cargo que les concedió la República para alejarse de la lluvia de hierros que caía en el solar de la patria. Allí acudían también el dadaísta Tristán Tzara, Josep Lluís Sert y los poetas franceses amigos de Picasso. Sert me contó un día que en el café Flore todos celebraban el éxito internacional que el Guernica había conseguido desde el primer momento, como un icono antifascista, y añadía:
–Si en aquel momento nos hubieran dicho que el Guernica sería devuelto a España, como así fue, con un Calvo Sotelo de presidente del gobierno, con Dolores Ibarruri en el Parlamento, con un Borbón en el trono, con un cura, el padre Sopeña, director del Museo del Prado y custodiado desde elaeropuerto por la Guardia Civil, habríamos pensado que se trataba de una broma que sobrepasaba la imaginación surrealista de Dalí.
Se cumplen ahora 25 años de la llegada del Guernica a España y al principio se mostró al público dentro de una urna a prueba de balas perpetuando así aún más su leyenda. No obstante, a mí siempre me pareció que el Guernica que llegó a España era falso, porque el auténtico era la cartulina de pequeño formato que todos teníamos clavada con cuatro chinchetas en una pared del estudio.
Picasso es el demonio de la pintura. Sabía que los impresionistas habían llevado el realismo a la cima y que él no lograría alcanzarla. El propio artista lo confesó: “Como no podía llegar al último peldaño de la escalera, decidí romperla”. Picasso se limitó a poner patas arriba la historia de la pintura. Inventó nuevas formas de ver la realidad bajando hacia el fondo de la materia por el camino que le había trazado Cézanne. Esa escalera conducía al infierno y allí Picasso se hizo rey.
* Especial de El País semanal.
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