Domingo, 2 de julio de 2006 | Hoy
Por Héctor Tizón
Visité a Haroldo Conti en su departamento de la calle Fitz Roy muy poco tiempo antes de que lo secuestraran, y me da la sensación, ahora, a lo lejos, con algún dolor, que él presentía el holocausto, el fin de un tiempo histórico. Y creo que también presentía, y quizá yo ponga en esto más que él mismo, que el tiempo histórico que estaba por fenecer se había caracterizado por la estupidez, por una especie de febocracia: que había que ser joven a toda costa y que los jóvenes eran de determinada manera, es decir, revolucionarios. Lo cual no es cierto: los jóvenes tienen unas enormes ganas de vivir, y no de sacrificarse. Lo que más me llamaba la atención de esa generación era la falta de dudas. Pero él sí las tenía, y por eso digo que un poco preveía el final wagneriano. Tendría que haberse ido. Quizás él pensó que no podría vivir sin estar aquí, pero creo que, para quienes lo quisimos, hubiera sido mucho mejor no haberle dado el gusto al verdugo.
También recuerdo de él su generosidad y su buen humor. Y cierta dosis de ingenuidad. Que no es malo: con cierta dosis de ingenuidad, Einstein llegó muy lejos. Pero creo que Haroldo fue víctima de las circunstancias. Era un hombre profundamente cristiano, en el mejor sentido de la palabra, en el único posible.
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