LITERATURA
La madre de Andrea se llamaba Gloria y fue sospechosa, junto a su marido, de haberla asesinado. Declaró haber encontrado el cuerpo de su hija, luego de despertarse por un ruido, un grito o un mal presentimiento, no supo. Ella misma había cerrado la ventada del dormitorio que daba al patio, un rato antes de volver y encontrar a su hija apuñalada. La casa era pequeña, de sólo tres habitaciones, todas comunicadas entre sí por puertas.
Se encontró ropa suya manchada con sangre, el mismo grupo sanguíneo de Andrea, aunque aseguró que en ningún momento había tocado el cuerpo. Ni para intentar reanimarla ni para darle un último abrazo cuando comprobaron que estaba muerta. La sangre en la ropa, dijo, tal vez se la había pegado el marido que sí tenía la camisa ensangrentada porque sí había tomado contacto con el cadáver. Los esposos se habían abrazado para consolarse.
Quienes la conocieron la recuerdan como una mujer distante, un poco indiferente, extraña. En el momento del crimen, Gloria tenía cuarenta y seis años, la misma edad que tendría, ahora, Andrea. Era ama de casa.
Luego de encontrar a la hija ensangrentada en su cama, el padre y un vecino fueron a buscar al médico de la familia, el doctor Raúl Favre. Cuando el médico entró al dormitorio, Gloria estaba sentada en la cama de al lado, con las manos cruzadas sobre la falda, mirando el vacío. Como autista, dijo él. Y según testigos cercanos, así permaneció el resto de la madrugada, en el velatorio cuando les devolvieron el cuerpo, y las semanas siguientes a la muerte de su hija. Como anestesiada.
* Fragmento de Chicas muertas, páginas 119 y 120.
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