Martes, 8 de agosto de 2006 | Hoy
LITERATURA
No soy un debutante, ni mucho menos. Y, sin embargo, sentí en ese momento que estaba al borde de un descubrimiento, de una parte de mí que no conocía. Fui otra vez un muchacho asustado que se masturba por primera vez: no había estado en ella, no había llegado a ninguna cima, a ninguna culminación, mi sexo seguía listo, erguido, duro y filoso como un arma, y sin embargo el apremio había desaparecido y otro sentimiento había tomado su lugar. No había nada que yo deseara tanto como entrar en ella, pero el placer se había extendido por todo mi cuerpo y más allá, por todo lo que nos rodeaba: había rebasado los límites de eso que era yo en sus brazos, ella en los míos. Podíamos esperar, esperar a que la tierra girara y girara, y envejeciera y muriera para volver a nacer; esperar la rueda de las estaciones y de la fortuna y de las vidas que transcurren y se pierden y vuelven a encontrarse, y en esa espera estuvo contra mí como si formara parte de lo que yo era y como si yo formara parte del árbol solo que busca la luz del sol en un mundo muerto. Mis manos se movieron por su espalda, su lengua entró en mi boca y la recorrió, serpiente mojada en los jugos secretos que goteaban en su vientre. Puse mis manos sobre sus pechos y la empujé y la acosté sobre la cama inmensa y ella dijo: “¡Ahora sí!”. Y cuando mi sexo se acercó al de ella, hubo un ruidito blando y los bordes de ese cráter se separaron para recibirme.
Fragmento de Querido amigo (Edhasa).
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