CULTURA
› Por Pacho O’Donnell *
Cuando muere alguien como Eduardo Galeano, las emociones se mezclan. Principalmente tristeza, porque ya no habrá posibilidad de conversar con él o de leer nuevos artículos y libros. Pero también satisfacción de que todavía haya personas capaces de hacer algo digno con sus vidas, de dar sentido a ese milagro que nos es concedido de pasar un tiempo sobre el planeta. También se suma, por eso mismo, una pizca de envidia por tener garantizada la sobrevida en la memoria colectiva del mundo.
Además de un gran escritor, Eduardo fue un poderoso “abreconciencias”. Eso hizo con su maravilloso Las venas abiertas de América latina, que marcó a fuego a los jóvenes de los ’60, tornando visibles a aquellos condenados a la miseria por la irrefrenable codicia de los poderosos latinoamericanos y sus patrones del norte.
Fue también un hombre de coraje que afrontó las consecuencias de su coherencia ideológica, prisión, listas negras, destierro. Recuerdo cierta vez en que conversábamos en el local de la revista Crisis, que él dirigía cuando ya era evidente que su vida corría grave peligro. Sonó el teléfono, atendió, escuchó y con toda serenidad respondió: “Por favor, las amenazas de 14 a 18 horas”.
Era un apasionado del fútbol, al que dedicó libros y artículos; fanático de Nacional. Se autocalificó como un “mendigo del buen fútbol” porque iba de estadio en estadio, de transmisión en transmisión, mendigando alguna buena jugada, que algún “botija” se liberara de las exigencias del fútbol industrial y lo deleitara con alguna gambeta, algún caño o alguna chilena, que se atreviera a la libertad.
Hace ya muchos años Eduardo se encerró en una casita de fin de semana que yo tenía en Parque Leloir a escribir. Nunca supe qué escribió en esos días, nunca se lo pregunté. Un pájaro, bastante voluminoso –no soy ducho en distinguir las variedades de pájaros–, durante varios días se estrelló contra el vidrio de una ventana despertándonos, quizás enamorado o irritado de la imagen que le devolvía ese espejo. Desde entonces, cuando nos encontrábamos, no dejábamos de referirnos a aquel pájaro, dándole distintas significaciones de acuerdo con las circunstancias, inevitablemente absurdas y jocosas.
Adiós, Eduardo. Y gracias.
* Historiador.
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