Miércoles, 21 de octubre de 2015 | Hoy
LITERATURA
Quiroga ladeó el sombrero, así el reflejo del sol no lo cegaba. Su mirada repasaba el puerto: la aduana, el dique, los silos, oficinas, grúas, almacenes... Hora en que los últimos operarios y demás trabajadores terminaban la jornada, marchaban del mostrador, del yugo, del cadenero.
Desde el puente superior consideró las veces, treinta ya, que tenía visto aquel paisaje inmutable y a la vez siempre distinto, según el ángulo de visión, el clima social, la circunstancia atmosférica. Los que abordaban el Ciudad de Buenos Aires parecían entrenados en rutinas automáticas: buscaban los camarotes, dejaban sus pertenencias, revisaban el toilette y salían disparados a acomodarse en cubierta; luego se trenzaban a hablar, como si los pasillos fueran una extensión de la vereda.
Todos confraternizaban: el policía jubilado, el gastronómico, la señora robusta, la soltera, la que tomó veneno, el iniciado de bigote fino, el mentalista, el viudo, el fumador de Reina Victoria, el que dio todo al casino, el piberío, la parejita en fuga, el bizco celoso...
Quiroga no pudo abstraerse de los intercambios que establecían, y condenó la pregnancia que operaba dentro suyo de manera distractora.
* Fragmento de Quiroga (Entropía), página 20.
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