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Lunes, 16 de noviembre de 2015

LITERATURA

Textual

Uno al principio piensa que el otro, un compañero, un cliente, alguien, lo va a necesitar, se va a acordar de que existe; que en el momento menos pensado va a sonar el teléfono antes de que lo corten por falta de pago; y que esa llamada va a restituirlo a uno al lugar de abeja en la colmena como un acto de estricta justicia. Uno, en esa circunstancia, todavía es ingenuo, porque lo que no sabe es que el desocupado se convierte automáticamente en piedra, en mufa; que trae mala suerte invocarlo, saludarlo en la calle, dirigirle la palabra, llamarlo para ver cómo está, y mucho más ofrecerle trabajo. Ahora lo tengo claro y lo digo: no me gusta trabajar, no me gusta el sacrificio ni el esfuerzo; el trabajo construye sólo mártires, nunca gente orgullosa de su función en la vida. Esa es una gran mentira con la que nos han engañado desde que nacemos. Pero en aquella época todavía creía que se podía mejorar, conseguir un estatus digno, progresar. ¿Progresar? ¡Qué pelotudo! Si en este país el único que avanza lo hace siempre de modo fraudulento, cagando a alguien; sacando ventaja, aprovechando una circunstancia que nunca es decente. La decencia acá significa ser pobre y tolerarlo sin chistar. Y si encima se es crédulo, se forma una familia, y se trae irresponsablemente hijos al mundo, ya tiene asegurado el común infierno: la mujer y los hijos van a terminar odiándolo por la vida de mierda a la que los condenó. La mujer, si está más o menos buena, va a terminar puta; si es un bagayo, sierva; y los hijos presos por chorros o internados por drogadictos.

* Fragmento La noche litoral (Adriana Hidalgo), páginas 68 y 69.

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