Jueves, 26 de noviembre de 2015 | Hoy
LITERATURA
Con todo... Al principio te impresionan algunas palabras fulgurantes de Jesús. Reconoces, como los guardias encargados de detenerle, que “nadie ha hablado nunca como este hombre”. De ahí que se llegue a creer que resucitó al tercer día y, por qué no, que nació de una virgen. Decides comprometer tu vida sobre la base de esta creencia insensata: que la Verdad con mayúscula se encarnó en Galilea hace dos mil años. Te enorgulleces de esta locura porque no se parece a nosotros, porque al adoptarla te sorprendes y renuncias, porque nadie la comparte a nuestro alrededor. Ahuyentas como una impiedad la idea de que el Evangelio contiene menudencias contingentes, que hay cosas buenas y malas en la enseñanza de Cristo y el relato que ofrecen de ella los cuatro evangelistas. Ya puestos –a estas alturas–, ¿vamos a creer también en la Trinidad, en el pecado original, en la Inmaculada Concepción, en la infalibilidad pontifical? Me dedico a ello esta temporada, bajo la influencia de Jacqueline, y me quedo estupefacto al encontrar en mis cuadernos reflexiones tan estrafalarias como: “El único argumento que puede demostrar que Jesús es la verdad y la vida es que El lo dice, y puesto que El es la verdad y la vida hay que creerle. Quien ha crecido crecerá. Al que tiene mucho se le dará más”.
“Un ateo cree que Dios no existe. Un creyente sabe que Dios existe. El primero tiene una opinión, el segundo un conocimiento”.
* Fragmento de El Reino (Anagrama), página 88.
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