Martes, 8 de mayo de 2007 | Hoy
OPINION
Por Horacio Gonzalez *
¿Y esa aglomeración? –Vino alguien del Gran Hermano, hay como trescientas personas.
Escuché este diálogo en la Feria del Libro, mientras participaba del homenaje a Oliverio Girondo a cargo de Arturo Carrera. Veinte personas. Ya sé, hay lugar para todos. Oportunidades para los que lo deseen. Como escuché decir varias veces, hay lugar para James Joyce y para Felipe Pigna. Para los milagros del lenguaje y para las operaciones más amplias de difusión basadas en el poder de los medios. Para los legados mayores de la civilización y para el rápido lance mediático. Y como escuché decir aún más veces, nuestro destino cultural es el debate sobre todas las formas culturales, todos los modos de simbolización, todas las herencias posibles. No sin conflicto, pero no sin festejo a la divina heterogeneidad. Hay lugar, entonces, para el estilo popular y para el refinado. Para el masivo y divulgador. Para el clásico y exquisito. Para el festivo y vulgar. Para el ostentoso y refinado. Para el cauteloso y para el elegante, etc., etc. Todas las palabras –coincidimos– eran posibles. La presencia de los modismos de los medios de comunicación –bien reconocibles– también aportaban su corriente rumorosa. Libros que toman el dolce stil nuovo de la televisión –como los de Lanata o Araceli González– cohabitaban con un homenaje a Sartre o un debate sobre la poesía del cubano César López. Aceptado.
Sí, aceptado. La Feria del Libro siempre tuvo algo de la dignidad del circo, del azar de una kermesse, de la masividad de una terminal ferroviaria a la hora pico, siempre asemejó a una catedral milenaria donde reinan el comercio hormiga, el consumo atropellado, la curiosidad del paseante y lo que, modernamente, se dio en llamar la industria cultural. Todo bien. Más que aceptado. Esta última noción, industria cultural, terminó imponiéndose aunque nació crítica. También supimos apartarnos del amigo Theodor Adorno, que hace cuarenta años comprobaba en la Feria del Libro de Frankfurt, asombrado, que los libros tenían tapas de colores, diseños calculados, figuras vistosas, tipografías exaltadas. No, esa preocupación no íbamos a cultivarla.
Supimos bien afirmar la necesidad de recuperar la industria editorial argentina, fuente de trabajo de muchas personas y sostén de recobradas corrientes culturales e intelectuales. Por eso, Dolina –creador legítimo de un lenguaje radial, una radio ficcional y melancólica que suena en algún lugar de nuestra memoria– debía convivir con Carlos Gamerro, comenzado a leer entre pocos por su original experimento novelístico y que ahora goza de fotos ampliadísimas en el stand de su editorial. Aceptadísimo. Más que justo. Ganó lectores y simultáneamente, como ahora se dice, visibilidad. ¿Y los casos intermedios? ¿El ingenioso y adusto Monsiváis? ¿La obvia y simpática Saskia Sassen? No vamos frente a ellos a empeñarnos en una exigente “crítica del gusto”, en izar las primorosas banderas del arrasador Serge Daney o del arriesgado Elías Canetti. Sin embargo, en esta última Feria –algo que quizá venía insinuándose pero ahora adquiere proporciones explícitas– sentimos que aquellos equilibrios se han disipado. Algo interno, delicado, nada fácil de definir, se ha quebrado. Quizás un espíritu de medida entre los diferentes usos de la palabra y la letra, entre los distintos planos de interés, entre la festejable y caótica coincidencia, entre los gustos primerizos y los programas de lectura más sutiles, entre la lectura de iniciación y la búsqueda especializada. Algo se ha ausentado, distorsionado.
¿Diremos aquí también aceptado? No, algo grave ha pasado. Ese mundo hecho libro, la implícita utopía de Mallarmé (que pese a su esoterismo también le hablaba a la industria cultural), ahora deja escuchar un molesto rasguido interno, un injusto desbalance. Hay una ruptura de las proporciones entre los platillos de la balanza que pesaban al lector clásico y al consumidor del difusionismo televisivo. Esa aguja que vibraba hacia un lado y hacia otro permitía imaginar mezclas y reagrupamientos de públicos. Se dirá que aun así el balance siempre será favorable para los autores, para las editoras, para la industria cultural del libro, pero me permito tener dudas. La Feria se va tornando un campo de experimentación de tendencias publicitarias y de operaciones testeadoras de productos. Si fuera así, en un tiempo que sospecho inmediato, incluso lo que por comodidad narrativa llamamos la “gente”, tampoco saldrá ganando. Todos retrocederemos, lectores, editores, expositores, la propia cultura colectiva del país. Si no tratamos los pormenores, rectificaciones y ajustes de esta silenciosa fractura interna, terminaremos aceptando que un trivializado Espectáculo de consumo sea superior a las antiguas y venerables Ferias. Si ocurre definitivamente esto, la propia masividad y éxito cuantitativo de la Feria la dejará desvitalizada, inerte, remedada.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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