Lunes, 14 de mayo de 2007 | Hoy
LITERATURA
Han pasado casi veinte años desde que lo mataron, y durante estos veinte años, cada mes, cada semana, yo he sentido que tenía el deber ineludible, no digo de vengar su muerte, pero sí, al menos, de contarla. No puedo decir que su fantasma se me haya aparecido como el fantasma de Hamlet, a pedirme que vengue su monstruoso y terrible asesinato. Mi papá siempre nos enseñó a evitar la venganza. Las pocas veces que he soñado con él, en esas fantasmales imágenes de la memoria y de la fantasía que se nos aparecen mientras dormimos, nuestras conversaciones han sido más plácidas que angustiadas, y en todo caso llenas de ese cariño físico que siempre nos tuvimos. No hemos soñado el uno con el otro para pedir venganza, sino para abrazarnos (...)
Es posible que todo esto no sirva de nada; ninguna palabra podrá resucitarlo, la historia de su vida y de su muerte no le dará nuevo aliento a sus huesos, no va a recuperar sus carcajadas, ni su inmenso valor, ni el habla convincente y vigorosa, pero de todas formas yo necesito contarla. Sus asesinos siguen libres, cada día son más y más poderosos, y mis manos no pueden combatirlos. Solamente mis dedos, hundiendo una tecla tras otra, pueden decir la verdad y declarar la injusticia. Uso su misma arma: las palabras. ¿Para qué? Para nada; o para lo más simple y esencial: para que se sepa. Para alargar su recuerdo un poco más, antes de que llegue el olvido definitivo.
* Fragmento de El olvido que seremos (Planeta).
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