Martes, 26 de junio de 2007 | Hoy
LITERATURA
Qué opio esperar. Con el pie izquierdo se rascó la pierna derecha en un gesto que quería decir resignación. Se llamaba Clara y ya estaba harta. También, a quién se le ocurre ponerse zapatos nuevos para esperar, y citarse en un lugar donde no se puede estar sentada. Y ese Víctor, que me hizo venir antes de las ocho para evitar el gentío y son casi las ocho y media y él ni señales de vida. Eso que yo ya debería conocerlo: se la pasa hablando de tranquilidad y aspira lo que dice como si fuera el humo de un cigarrillo fino, pero nada de tranquilidad. Porque él, mientras tuvieses a quién imprecar, ni se acordaría de la cita. Y la pobre Clara, ya demasiado agotada de luchar contra sus propios defectos, no iba a ponerse ahora a atacar las pocas virtudes que le quedaban. Era puntual, siempre. Lo esperaba desde antes de las ocho y él seguro que estaba sentado frente al mostrador de algún bar hablándole a algún desconocido y modulando con sabiduría palabras tales como silencio, para después quedarse callado y saborear ese silencio provocado por él.
En la vida de Víctor el aburrimiento y la monotonía nada tenían que ver el uno con el otro, y su repertorio se repetía hasta el punto que Clara podía seguir desde lejos sus conversaciones con eventuales vecinos de mostrador:
“Y claro, hay que tomársela con soda”, concluiría el otro cuando ya estuviese harto de las largas peroratas de Víctor.
Pero él no iba a dejarse amilanar por un irrefutable lugar común, ni perder la oportunidad de quedarse con la última palabra:
–Con soda no, amigo, que la soda hace burbujas y engaña y distrae. La vida, vea usted, hay que tomársela con agua bien pura, de esa que calma la sed.
Fragmento de Hay que sonreír (Fondo de Cultura Económica).
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