Sábado, 21 de julio de 2007 | Hoy
OPINION
Por Angel Berlanga
“A nivel personal procuro que ciertas angustias y datos, que tampoco son de orden espectacular, porque uno no ha sido pasajero del Titanic, no estén ahí, en el trabajo. Esto se inscribe en una cosa muy elemental: no tirar pálidas.” Cuando dijo esto, cuatro años atrás, sin noticias todavía de la enfermedad, la definición me pareció un rasgo clave de su estética, de su modo de estar en el mundo. Tan clave como la calidad extraordinaria de su humor. Aquella definición, por obvias razones, se me resignificó y agigantó con el tiempo. Decía Fontanarrosa: “Uno por ahí lee libros de alguna gente que son como unos vómitos, de todas las porquerías que tenían adentro, y dice: ‘Bueno, está bien, si les hizo bien contar... Pero no sé hasta qué punto...’ Yo les rajo. Uno usa elementos dramáticos, de conflicto, pero que después termine todo con una sensación de desesperanza, de amargura... No es precisamente lo que quiero transmitir. En general, siempre he tomado a la literatura como un elemento de información, de diversión y de placer. Con eso la relaciono. También le rajo a la imagen del escritor torturado que dice ‘ah, lo que cuesta escribir, el sufrimiento que representa’. No, lamentablemente a mí no me pasa eso. Puedo estar tenso, buscando determinada palabra, pero en general me divierte mucho escribir. Si fuera un sufrimiento trataría de hacer otra cosa. Tampoco ignoro que para los grandes escritores de la historia debe significar un sufrimiento y que eso da una espesura a su literatura. La mía no va a tener nunca esa espesura”.
Lo que sí tiene su enorme obra es filo, agudeza para mirar y oír, un desparpajo brillante para desarmar estereotipos, maestría para componer personajes, instinto antisolemnidad y un gigantesco talento para encontrar puntos de vista que parecen estar ahí, al alcance de cualquiera, pero que sólo descubría él. Ahora, al buscar dar con las palabras justas para hablar de él, acecha algo muy suyo: ¿no estaré escribiendo pelotudeces? Fontanarrosa le escapaba a las explicaciones, las deliraba; entre tanto esclarecido y sabio de cotillón, tenía clarísimo que atrás de las teorías más probadas y el conocimiento más certificado podía estar el absurdo: ¿Cómo que las naranjas, al final, no sirven para prevenir los resfríos? ¿Cuántos médicos repitieron lo de hágase un juguito a la mañana, cuántas naranjas exprimió la humanidad convencida de que eso achicaría el caudal de mocos? Difícil responder. El ya había avisado que el mundo ha vivido equivocado. Aunque la literatura le sirvió para resolver algunos misterios muy difíciles de descular: en un cuento de su último libro, El rey de la milonga, un técnico japonés fanático de Borges estableció que el Aleph, aquel punto brillante que concentraba el universo, era en realidad un extraño modelo de televisor Hitachi muy chiquito.
“Lo que yo quiero es hacer reír”, respondía cuando el asunto encaraba demasiado para el lado de la teoría o la filosofía. Cuatro meses atrás, en la Biblioteca Nacional, consiguió lo que quería a lo largo de una hora y media: hacer reír. Hizo eso que quería durante décadas. Era un tipo querible y nos hizo disfrutar con lo que hacía. Por eso, claro, la enorme tristeza. Una elegancia inolvidable, un humor único, Fontanarrosa.
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