Se sabe que Ernesto Guevara fue a lo largo de su vida un voraz lector de poesía. En el prólogo de El cuaderno verde del Che, Paco Ignacio Taibo II recuerda una de las anécdotas que registran esta pasión. “He tenido mis momentos de abandono o más bien de pesimismo (...) Cuando eso ocurre como cosa transitoria de un día yo lo soluciono con unos mates y un par de versos”, le escribió Guevara a su amiga y compañera de la escuela de medicina, Tita Infante. El Che empezó leyendo a Neruda, Baudelaire, Verlaine y Machado. Durante la campaña en Sierra Maestra, cuenta en el prólogo, el líder revolucionario argentino logró montar una red para que le subieran a la montaña libros de Martí y poemarios de José María Heredia, Gertrudis de Avellaneda, Gabriel de la Concepción, Rubén Darío, para alternar con la biografía de Goethe, de Emil Ludwig, que estaba leyendo.

De los sesenta y nueve poemas recogidos por el Che, sólo uno tenía identificado al autor, el número sesenta y cinco, La gran aventura, que cerraba con un L. Felipe. Los poemas de Neruda, Vallejo, Felipe y Guillén, copiados en el cuaderno no estaban ordenados por autor y ni siquiera aparecían en orden. De Vallejo están, entre otros, Los heraldos negros, Los pasos lejanos, Agape; el poema XV, XXIII y XVIII (de Trilce); de Neruda, Farewell, La canción desesperada, No hay olvido, Elegía, Oda con un lamento y 20; de Felipe, Cristo, El cántaro, Este orgulloso capitán de la historia, La cruz y la túnica vacías, Noche cerrada y La tangente; de Guillén, Sensemayá, Mulata, Sudor y látigo, Velorio de papá Montero, Little Rock y El Aconcagua. “Huí del intento de pensar que había poemas reveladores y otros no”, explica Taibo II. “¿Con qué derecho decido yo qué es revelador y qué no es? Desconozco en qué momento de la campaña boliviana están copiados los poemas”, agrega el escritor. “No quise hacer metafísica; hay que tener mucho cuidado con los historiadores que estropean la historia y con los escritores que la reinventan de manera graciosa.”