Miércoles, 10 de octubre de 2007 | Hoy
CINE › ENTREVISTA CON SILVIA PEREZ
En Encarnación, la ex chica Olmedo se pone en la piel de una ex vedette. Como ella.
Por Julián Gorodischer
“La señora espera”, dice la mucama, desde el trajecito rosa como en las mejores familias. Pero luego se ingresa a un inmenso living sin personas, donde a cambio hay abundancia de divanes blancos y retratos del antes y después de la fama (nunca de su apogeo como chica Olmedo), móviles colgantes, sahumerios que humean hasta unos segundos antes del ataque de tos que, por suerte, no se desata. No es el sórdido ambiente de Ernie, su alter ego en la ficción de Encarnación, la película de Anahí Berneri que se estrena mañana (ver nota): aquí no hay un ventanal que da al teatro de revistas y que eterniza la vida en el pasado, sino una enorme estatua de Buda que contiene en su regazo la foto de Silvia Pérez, de quien se trata, y de su hija. El tatuaje en el brazo, esa flor enredada, posiblemente espinosa aunque no estén a la vista las espinas, es el mismo que el de la ex vedette de la película, tan afín a su propia vida de sex symbol en los lejanos ’80, sólo que Silvia –dice– se despegó de su CV como gatita. Y Ernie se quedó a vivir en la pose del almanaque (uno de los momentos más logrados de Encarnación) desde la cual sigue seduciendo a un amante cualquiera a pesar de que hayan pasado dos décadas de sus pasos de comedia en No toca botón.
“Me temblaban las patitas”, recuerda sobre la avant première del lunes pasado, cuando la farándula, ese conjunto de caras catódicas y cuerpos poco acostumbrados a los cócteles del cine independiente (Santiago Bal, Carmen Barbieri, Virginia Faiad, la integrante de Aptra Marisé Monteiro: su gente) se codeó con los Burman y los Dubcovsky, con la nueva camada que revitaliza a las estrellas de la TV de mucho tiempo atrás integrándolas a sus elencos mixturados. “Era una conjunción de familia –describe Silvia Pérez–. Y Marisé me dice: sabé que te estoy diciendo la verdad, hay momentos de la película que me hicieron llorar, y en los cuales no te reconocí. Estuve metida adentro de esa mujer de una manera en que yo misma no me daba cuenta.”
Hay otra escena, en Encarnación, que logra una síntesis dramática infrecuente: Ernie y su sobrina Ana (Martina Juncadella) participan de una clase de aqua gym en un hotel suburbano: arman coreografías y cantan, en ese colmo del cuerpo defectuoso pero todavía con pretensiones que es la clase de gimnasia acuática, donde la carne flota en vez de hacer esfuerzo, donde se convoca a una mayoría de señoras mayores pálidas y a una fiesta impostada de vivas y hurras que ahuyenta a los nadadores enérgicos, su contraparte virtuosa. El show de la ex vedette se da en esa zona: allí se luce, abajo del escenario, expulsada de la marquesina. Durante el casting le tocó representar esa escena. “Canté ‘Vivir para vivir’, de Joan Manuel Serrat. Fue la primera vez en un casting en que sentí que no podría haber hecho algo mejor.”
Hubo un solo reparo de sus selectores: Silvia Pérez, ex señora de San Isidro, actual propietaria en Belgrano, tenía que sacarse ese reloj, “ordinarizarse” –pidió la jefa del casting–, con más rulos y agujeros en el jean porque la ex chica Olmedo, actual actriz del cine independiente en Cara de queso (Ariel Winograd), Soy tu fan y Hermanos y detectives (de Damián Szifrón) podrá haber hecho el cambio que declama, post iniciación espiritual en la India de Sai Baba, pero Ernie sigue allí, figurando en los estrenos sin haber visto la película, orgullosa de posar para la foto del peón en la parrilla provinciana en la que reina durante un mediodía. Lo que conmueve a Silvia Pérez no es la buena crítica en el Festival de San Sebastián (o eso también), sino la actitud de Mónica Gonzaga, que también –recuerda– era candidata al papel. “Quedamos dos, y ayer vino al estreno. Ella ya había sido mi primera princesa en el Concurso Miss Siete Días. Y cuando Susana Traverso se fue de una temporada en Carlos Paz la llamaron a ella, por eso siento que hubo una recompensa. Llegué de San Sebastián, y de pronto escucho: Silvia, no te voy a decir que no es con envidia, pero me pone muy feliz lo que te está pasando, te lo merecés. Esa mujer es de una generosidad extrema; siempre supe que era una diosa.”
De vuelta a la habitación de hotel: Silvia y el gerente se preparan para la escena sexual que no se verá. Berneri recae en las elipsis: inmediatamente después de que la sobrina le dice puta, se las verá reconciliadas. Tampoco hay demasiada información sobre quién fue Ernie en su esplendor, y cómo se hizo famosa. La omisión ayuda a superponer esa vida con la de Silvia. ¿Silvia? ¿Ernie? ¿Es apenas el juego de los parecidos y las diferencias entre actriz y personaje? Si algo parece haber entendido Anahí Berneri es el peso de la intimidad como máquina de narrar: zona de interés dramático, simulacro que expone, retacea, desmitifica el concepto de verdad. Silvia Pérez es la primera en trabajar para que todos sean fisgones por un rato. ¿Sufre tanto como su chica ficcional? ¿La amarga el movilero que no se detiene ante su presencia, que sigue hasta encontrar a la estrellita de moda? La respuesta llega mediante un leve desplazamiento. “Me da mucho odio –dice– que los intelectuales hayan tratado de chabacano al Negro, y que 20 años pasada su muerte su figura crezca cada vez más. El Negro sufría cuando no lo reconocían como actor. Esta es una revancha de verdad. Pero yo ahora voy a hacer lo que se me da la gana. Una comedia, por ejemplo, es lo que más querría en el mundo. Antes sentía que tenía que demostrar, ya no.” ¿Más que parecida, acaso quedó capturada? ¿Atrapada en un cuerpo ajeno que la vuelve a hacer famosa? “No... liberada –termina–. Con unas ganas de vivir que hace tiempo no sentía.”
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