Sábado, 26 de marzo de 2005 | Hoy
BASUROLOGIA: ARQUEOLOGIA EN LA CIUDAD
Se trataba de un verdadero
desafío: hurgar entre líquidos y sustancias de pronto más
olorosas porque se conocía a quienes las habían producido, para
después clasificarlas, compararlas y devolverlas a su lugar. Cuando el
arqueólogo William Rathje y su grupo de estudiantes de la Universidad
de Arizona se propusieron analizar lo que otros ya no utilizaban, quizá
suponían que estaban alumbrando un nuevo objeto de estudio. Pero no.
Lo que asomaba era una nueva ciencia, o al menos algo con pretensiones científicas;
un término cuya etimología, por obvia, no hace falta definir:
en 1973, la basurología daba sus primeros pasos.
Todo fue una gran casualidad: un par de tijeras en el presupuesto de educación
de los Estados Unidos había dejado a Rathje y su troupe sin el subsidio
con el que pensaban estudiar las ruinas mayas y aztecas en México. Decidieron
hacer lo mismo, pero en casa; al fin de cuentas, las técnicas arqueológicas
servirían para analizar restos, ya no de antiguas civilizaciones enteras
sino del almuerzo y la cena del día anterior. Fulano desechaba alimentos
sin vencer, mengano tomaba antidepresivos en demasía y sultano se desprendía
de las fotos que ya no quería seguir viendo: la basura hablaba,
se dijeron los investigadores, al tiempo que la carrera por la intrusión
en la vida privada del otro avanzaba un par de casilleros más. De allí
al Garbage Project (Proyecto Basura), apenas unos días; en la actualidad,
el proyecto ya no está solo: México, Italia, Canadá y Australia,
entre otros países, también han especializado a buena parte de
sus arqueólogos en la ahora no tan novedosa técnica del cirujeo
académico.
DIME LO QUE DESECHAS
Y TE DIRE QUIEN ERES...
Ciencia o no, lo cierto es que la basurología no es más ni
menos que una categoría específica de una categoría
más amplia la arqueología, una ciencia que en definitiva
siempre afirmó sus investigaciones sobre los restos que el hombre deja
a su paso. La novedad, entonces, no es la basura en sí, sino lo que el
estudio de ella permite: el análisis en simultáneo del comportamiento
del hombre al momento de consumir y desechar, y, en consecuencia, la posibilidad
de distinguir lo que los sujetos hacen de lo que dicen que hacen: en su libro
Use less stuff: environmental solutions for who we really are (Usar menos cosas:
soluciones ambientales para quienes somos en verdad), por ejemplo, Rathje advierte
que los estadounidenses consumen entre un 40 y un 60 por ciento más del
alcohol que dicen consumir, y un 200 por ciento menos de... espárragos,
emblema de la dieta sana.
Ciencia o no, lo cierto también es que los usos dados a la basurología
desde su misma creación han quedado a mitad de camino entre la sociología
del consumo, su hermano tecnocrático el marketing y la ecología.
En la Argentina, por caso, los inicios de la disciplina se remontan a 1992,
cuando la Fundación Senda comenzó a pulular en la basura porteña
para identificar qué marca de gaseosa, qué diario matutino o qué
compañía de televisión por cable prefería cada barrio.
Hoy, la basura sirve también para evidenciar diferencias socioeconómicas:
un habitante de San Isidro arroja, en promedio, 1,5 kg de residuos por día,
apenas más que uno de Vicente López pero casi el doble que uno
de Florencio Varela. Por esta necesidad de discriminar nichos se
fomenta el desarrollo de métodos en sintonía con las últimas
tendencias del marketing, al punto de contratar familias para que
conserven lo que han decidido desechar, que luego será analizado, y vendidos
los resultados de la investigación a marcas líderes de mercado,
que buscan medir el impacto de una nueva línea de productos.
Excepto que se trate de cigarrillos. Como los pulmones, la basurología
también se lleva a las patadas con ellos: por ser consumidos principalmente
en lugares públicos (pese a las campañas que intentan prohibirlo),
las bolsas de residuos domiciliarias no conservan ni colillas ni envoltorios
ni otra huella del delito, lo que dificulta la identificación con una
tipología de fumador. Pero es un caso único. Hay que pensar, si
no, en esos recibos y tickets que suelen terminar rápidamente en el tacho:
gracias a ellos, pueden deducirse entre otros consumos que hasta no hace
mucho se creían privados la tarjeta de crédito que se utiliza,
la película que se vio en el cine, las últimas compras realizadas,
las instituciones a las que se pertenece, y así con casi todas las actividades
de cualquier vida más o menos rutinaria.
MARX Y ENGELS ESTABAN
CONFUNDIDOS
No todo lo sólido se desvanece en el aire. Depende del material.
La basurología también ha contribuido a precisar los componentes
de los basurales metropolitanos. El 15 por ciento de lo desechado es papel,
por ejemplo, uno de los productos industrializados más nobles con el
medio ambiente, que tarda en degradarse entre uno y dos meses; las latas se
toman su tiempo, y se desvanecen recién entre 50 y 100 años
después de ser desechadas, según sean las condiciones climáticas
a las que estén sometidas. El plástico, uno de los enemigos más
crueles de la ecología, puede permanecer hasta 500 años sin rasguños,
pero no le hace sombra al vidrio, que se toma 4000 años para desaparecer,
o para esperar ser encontrado junto a la Estatua de la Libertad en la próxima
remake de El Planeta de los Simios.
La alternativa siempre vigente es el reciclaje. Se calcula que por cada tonelada
de papel que se aproveche para el reciclado se evita la tala de 17 árboles
(una minucia, comparados con los 65.000 que se talan para una edición
dominical del New York Times, pero algo es algo), y que por cada tonelada de
vidrio que se regenera se ahorra el 50 por ciento del agua que se utilizaría
para fabricarla íntegramente de nuevo. Sin embargo, aun con los números
a la vista, Rathje advierte en Use less staff que el reciclaje no es suficiente.
De hecho, ejemplifica como buen arqueólogo, hay evidencias para suponer
que tanto los mayas como los sumerios las dos civilizaciones a las que
Rathje se dedicó antes de devenir basurólogo eran eximios
recicladores, y que aún así se extinguieron.
Usar menos cosas, según Rathje, es la solución. Aun cuando su
análisis de la relación entre sumerios, mayas y reciclaje peque
cuanto menos de ligero, no por obvia y utópica su postura anticonsumista
deja de plantear algunas preguntas, al menos dentro de los Estados Unidos: ¿cómo
exigirle a la sociedad de consumo más paradigmática del planeta
que se permita reducirlo?, ¿cómo evitar el choque entre el individualismo
a ultranza y el necesario consumo ascético?, y por fin, ¿cómo
incorporar al hábito cotidiano recomendaciones de la basurología,
la ciencia que precisamente se encarga de que nada sea inútil, de que
ningún desecho sea considerado basura, de que todo en definitiva pueda
ser consumido?
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