Viernes, 9 de septiembre de 2005 | Hoy
NOTA DE TAPA
Además de científicos ilustres, divulgadores magistrales y curiosos acérrimos que palpitaron los misterios del mundo y del universo, el astrónomo Carl Sagan (1934-1996), el paleontólogo Stephen Jay Gould (1941-2002) y el astrofísico Stephen Hawking coincidieron, tristemente, en haber padecido enfermedades muy poco frecuentes: Sagan sufrió de mielodisplasia –incapacidad del cuerpo para engendrar células sanguíneas saludables–, Gould vivió 20 años con un mesotelioma –un tumor que afecta a la capa de tejido que recubre la cavidad torácica– y Hawking actualmente es la cara visible de la esclerosis lateral amiotrófica o “mal de Lou Gehrig”. Tres obstáculos que no detuvieron sus respectivos ascensos triunfales pero que expusieron los aspectos más humanos de estos gigantes: su mortalidad.
Por Enrique Garabetyan
Un buen científico no es necesariamente un buen divulgador de la ciencia. Aunque, en ocasiones, aparecen las famosas excepciones que contradicen y confirman la regla. En esos casos hasta puede pasar que dicho investigador pase a ser más recordado por su personalidad mediática que por su contribución al conocimiento científico.
Pero hay en la historia reciente un puñado de ejemplos más particulares todavía: son tres expertos que no sólo coinciden en haber concretado aportes muy significativos al avance de sus especialidades, sino que son considerados como arquetípicos divulgadores de la ciencia. Pero además, tercera coincidencia, padecieron, o lo hacen todavía, de enfermedades muy poco frecuentes. Los tres paradigmas son Carl Edward Sagan, Stephen Jay Gould y Stephen William Hawking.
Cosmos: la tele y el libro
El nombre de Carl Sagan trae una vertiginosa reminiscencia: Cosmos, la serie televisiva de divulgación científica por antonomasia, que a lo largo de 13 capítulos de 60 minutos recorría las dimensiones de la vida, desde lo micro a lo macro y desde el pasado al futuro. Sagan es, junto con Isaac Asimov, el prócer mediático de la divulgación y su obra incluye media docena de libros, columnas en diarios y revistas y hasta una novela de ciencia ficción, Contacto, que fue llevada al cine. Y a la que, como no podía ser de otra manera, Sagan aprovecha como excusa para el repaso y explicación de temas de filosofía y de ciencia.
Pero, ¿qué aportó Sagan a su especialidad original? Varias cosas. Aparte de su conocido berretín –la búsqueda sistemática de inteligencia extraterrestre– y el envión que le brindó a esta exótica rama, su contribución de papers rellenó amplios baches del campo de la astrofísica.
En 1996, a los 62 años, Sagan fallecía padeciendo una mielodisplasia. Los síndromes mielodisplásicos son un grupo de padecimientos que se caracterizan por la incapacidad del cuerpo para engendrar células sanguíneas saludables. A veces se los denomina “preleucemia”, porque son sintomatologías que se inician en la médula ósea y suelen desplegarse en una leucemia. Su historia –bajo ese nombre– es corta, porque se los clasifica así a partir de la década del ‘50. En realidad, los síndromes mielodisplásicos son un puñado de cinco enfermedades severas levemente diferentes y por eso mismo tienen distintos pronósticos. Lo que comparten –en buena parte de los casos– es el desconocimiento sobre su causa y se le atribuyen etiologías ligadas al contacto con moléculas químicas tóxicas, a algún virus y a la radiación ambiental, entre otras.
Los síntomas no suelen ser claros e incluyen cansancio, anemias, sangrados fáciles, moretones de larga data o infecciones a repetición. Y tampoco se sabe por qué prefieren, levemente, afectar a varones por sobre las mujeres.
El tratamiento no es fácil. Se recurre a la quimioterapia, a medicamentos inmunosupresores y al trasplante de médula. Pero, más allá del procedimiento seguido, la supervivencia promedio (tema sobre el que volveremos luego) después del diagnóstico se encuentra en un rango que va de los 5 meses a los 5 años.
Curiosamente, como luego harían sus dos colegas, Carl Sagan (d)escribió sobre su propia enfermedad en una columna publicada por la revista Parade. Allí –fiel a su tradición– narraba, con dulzura y certeza, su condición física, los tratamientos y sus creencias sobre la muerte. Todo sazonado con su ineludible toque de divulgación.
La vida maravillosa de gould
Hay pocos ejemplos tan brillantes de intelectual multifacético como el paleontólogo Stephen Jay Gould. Exquisito cultor de los debates prociencia y antioscurantismo; autor de una brillante –y todavía controvertida– hipótesis sobre el equilibrio puntuado y la manera en que evolucionan las especies a través del tiempo, fue –además– un reconocido y sistemático divulgador. De hecho, sus más de 300 columnas-ensayos que escribía mes a mes para la revista Natural History, entre 1974 y el 2001, son verdaderos trabajos que tanto podían entretener a colegas como también a cualquier interesado por las curiosidades rigurosas de la ciencia, la estadística y la evolución.
En 1982, Gould se hizo su chequeo anual de la próstata y resultó que su glándula estaba normal. Pero los análisis expusieron que era portador de un rarísimo cáncer: un mesotelioma, tumor que afecta a la pleura, la delgada capa de tejido que recubre la cavidad torácica y los pulmones, o el peritoneo –que envuelve el abdomen y la mayoría de los órganos–. El tumor, desenmascarado por pura casualidad, todavía atravesaba su etapa asintomática.
La literatura médica indica que este cáncer suele ser incurable y la expectativa media de vida se extiende unos ocho meses luego de su descubrimiento clínico. Entre los indicios de su presencia se acumulan diversos problemas para respirar, dolores en la caja torácica, inflamación abdominal, protuberancias en el mismo lugar y pérdida de peso sin razones conocidas.
Un detalle más relacionado con su origen: a diferencia de otros tumores de los que no se conoce la raíz que los dispara, a este trastorno se le endilga una estrecha relación causa-efecto con la exposición de la persona al asbesto y/o, eventualmente, a algún virus (ver recuadro).
El tratamiento usual propuesto por los oncólogos pendula sobre la tríada usual de cirugía, quimio y rayos, pero las perspectivas “promedio” de curación, otra vez, son escasas.
Sin embargo, Jay Gould murió en el año 2002, nada menos que dos décadas después de su diagnóstico y 19 años más tarde de lo que indicaba la media de sobrevida.
Poco tiempo más tarde de su operación, cercana al diagnóstico original, dedicó una de sus columnas habituales de la publicación Natural History a su enfermedad. La tituló: The Median is not the Message en un juego de palabras difícil de traducir (aunque se podría poner “El promedio no es el mensaje”), que involucra al concepto de “promedio” y a la famosa frase de Marshall McLuhan.
En su texto, Gould dejaba sentado por qué lo que la bibliografía médica resumía en la oración “la mortalidad en promedio para esta enfermedad es de 8 meses”, estaba muy lejos de constituir una condena similar para todos los afectados.
De hecho, esa columna se convirtió en un pasaje de lectura recomendada y ampliamente difundida entre los pacientes de todo tipo de cánceres. Y se la disfruta fácilmente a poco de buscarla en Internet.
Desde la silla a las estrellas
El físico teórico Stephen Hawking es reconocido por el público y sus colegas por varias cosas: su aporte a la teoría del Big Bang, sus elucidaciones sobre los agujeros negros, sus papers sobre gravedad, teoría cuántica y singularidades desnudas. Además de su trayectoria como profesor en Cambridge y sus dos libros de “divulgación” sobre astrofísica. Aunque seguramente también han contribuido a su fama mediática cierto morbo generado por su figura enmarcada en una gran silla de ruedas y el telenovelesco divorcio de su primera mujer y posterior casamiento con su enfermera.
Hawking es, además, la cara visible de la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), que en Estados Unidos tiene nombre propio. Allí se la conoce como el “Mal de Lou Gehrig”, un deportista que a fines de la década del ‘30 fungió como el Maradona del béisbol.
Los médicos la explican como una enfermedad neurológica progresiva, usualmente mortal, que ataca a las células nerviosas encargadas de controlar los músculos. El mal se incluye en el grupo de dolencias denominado “enfermedades de las neuronas motoras”.
La afección provoca un rango amplio de discapacidades ya que poco a poco van siendo afectados todos los músculos bajo control voluntario. El paciente pierde su fuerza y la capacidad de mover sus extremidades. Cuando fallan los músculos del diafragma y de la pared torácica, el afectado pierde también la capacidad de respirar y la mortalidad suele llegar al 50 % de los enfermos, que fallecen en los tres años posteriores al inicio de la enfermedad. Sin embargo, un 10% sobrevive más de una década. Y, en ocasiones, una persona puede vivir más de 30 años. Justamente, es el caso de Hawking.
Cuando Stephen tenía 21 años, allá por 1963, le diagnosticaron ELA. Y el pronóstico de vida máximo que le dieron fue de dos años. Claramente errado, ya que lo va superando por cuatro décadas y sumando. En realidad, al físico se le declaró en forma temprana, porque el grupo etario más afectado es el de adultos de entre 35 y 65 años. No es una afección demasiado común, aunque en un país con la demografía de Estados Unidos se diagnostican unos 5000 nuevos casos cada año.
Como el resto de los afligidos por el mal, Stephen atravesó progresivamente síntomas tales como contracciones, calambres o rigidez de los músculos, debilidad muscular que afecta un brazo o una pierna, habla deteriorada o nasal; dificultad para masticar o tragar, tropezones y caídas.
Si bien sus padres no la padecieron, la epidemiología estableció que alrededor de una de cada 10 personas que desarrollan ELA demuestran algún antecedente familiar. Y para reforzar el origen genético se ha comprobado que en el 15% de estos pacientes hay una mutación en el gen SOD1 del cromosoma 21.
Como sus colegas, también Hawking escribió en primera persona sobre el ELA. Y, de hecho, en su propio sitio web hay un completo apartado especial donde describe numerosos detalles sobre su vida cotidiana como afectado por esta enfermedad.
Resta saber cómo se asentarán en la historia cada uno de estos tres casos: ¿como científicos, como divulgadores, como “enfermos ilustres”? Sin duda, la mejor opción para debatirlo es repasar algunos de sus trabajos. Para disfrutarlos y decidir.
Nicolás Copérnico Murió en Frauenburg, en el este de Prusia, el 24 de mayo de 1543. Poco más se sabe de su muerte, aunque se dice que la primera copia de su flamante libro De revolutionibus fue depositada sobre su lecho, en el que permanecía en coma por un accidente cerebro-vascular. Entonces, Copérnico súbitamente despertó, lo vio y murió inmediatamente.
Galileo Galilei Arrastró la gota, una enfermedad metabólica producida por la acumulación de ácido úrico principalmente en los riñones, desde los últimos meses de 1641 hasta la muerte, el 8 de enero de 1642 en el pueblo italiano de Arcetri. Un día después fue inhumado en Florencia.
Johannes Kepler Había llegado a Regensburg, en la actual Alemania, para cobrar dinero que le adeudaban. El 15 de noviembre de 1630 murió de fiebre a los 59 años. Dos años después, su tumba fue arrasada por el ejército sueco en la Guerra de los 30 Años.
Isaac Newton Solo y sin herederos, murió el 20 o el 31 de marzo de 1727, según se considere el calendario juliano (vigente en Inglaterra entonces) o el gregoriano. Se presume que fue víctima del síndrome de Asperger, una variante de autismo. Fue enterrado en la Abadía de Westminster, en Londres.
Charles Darwin Murió en Downe, condado de Kent, Inglaterra, el 19 de abril de 1882. Las versiones sobre la causa de su deceso se contradicen entre sí. De todas, la más certera parece ser el mal de chagas, que Darwin habría contraído en su paso por Chile y Argentina. También está sepultado en Westminster.
Albert Einstein Su muerte, el 18 de abril de 1955, no reviste mayores peculiaridades: fue una falla cardíaca cuando ya agonizaba en un hospital de Princeton, Estados Unidos. Se rumorea que, minutos antes de morir, le balbuceó unas palabras en alemán a la enfermera que lo atendía, que no serían más que la conclusión de la hasta ahora inconclusa “Teoría Generalizada de la Gravitación”. La historia de su cerebro es conocida: lo secuestró Thomas Harvey, quien hizo la autopsia al cuerpo del físico.
El asbesto es un compuesto que se ha usado para fabricar una gran variedad de productos, especialmente materiales de construcción, productos que soportan gran fricción (embrague, frenos) y las famosas telas resistentes al fuego. Las fibras de asbesto pueden pasar al aire o al agua donde no se evaporan ni se disuelven. Y además no se degradan a otros compuestos.Todas las personas están expuestas a respirar pequeñas cantidades de asbesto en niveles que varían entre 0,00001 y 0,0001 fibras por mililitro de aire.
Desde hace tiempo, los toxicólogos saben que el asbesto afecta directamente a los pulmones y a la membrana que los envuelve: la pleura. Entre las consecuencias se encuentra la “asbestosis” que se diagnostica comúnmente entre los trabajadores expuestos al asbesto, afección grave que termina en incapacidad y la muerte. La Organización Mundial de la Salud ha confirmado que es un fuerte carcinógeno para los seres vivos y su presencia deviene –luego de varios años– en dos tipos de tumores: cáncer del pulmón y mesotelioma.
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