Sábado, 5 de noviembre de 2005 | Hoy
NEGOCIOS GENETICOS: EL PATENTAMIENTO DE LA VIDA
Por Federico Kukso
Nada escapa al libre juego de la oferta y la demanda; nada. Y si hay algo que se pueda comprar o vender, se vende, así de simple, sin tanto rodeo, por más insignificante o pequeño que sea. Como un gen, por ejemplo. Aquellos casi invisibles ladrillos de la vida cuyas combinaciones o presencias y ausencias determinan casi a marca de fuego cómo es uno desde el momento cero de la existencia, todavía (y sólo todavía) no se adquieren en kioscos o supermercados chinos. Aunque sí ya está todo listo para que el proceso de patentamiento, preludio a la explotación comercial, eche a correr con toda la furia.
Ya es un hecho: un quinto de los genes humanos –4000, casi el 20 por cientos de los supuestos 24.000 genes que, según se cree, constituyen a un individuo– ya han sido patentados en Estados Unidos, principalmente por empresas privadas y universidades. El grito de alarma salió ni más ni menos que en la revista Science, en donde se anuncia también algo sabido, pero no por eso menos sorprendente: para el sistema de patentes norteamericano el ADN es comparable a cualquier otro producto natural químico y es tratado de la misma manera que un medicamento.
La avalancha patentizadora sin embargo no es nueva, por cierto. Las primeras patentes genéticas son de 1978 y se otorgaron en relación al gen que produce la hormona de crecimiento humano. Lo que sí es relativamente novedoso es la velocidad y la aceleración de esta estampida para asegurarse el mercado antes de la existencia de un mercado propiamente dicho. Ni hablar de la voracidad desaforada de ciertas empresas norteamericanas como In- cyte, una farmacéutica de Palo Alto, California, que ya se reservó la patente de casi 2000 genes para llenarse las arcas con billetes verdes provenientes de tratamientos médicos futuros; o Human Genome Sciences Inc., una compañía en Rockville, Maryland, que ya le puso la firma al gen CCR5, al parecer el punto de entrada clave del VIH en el organismo.
A primera vista, patentar un gen –o siquiera algo vivo– parecería una contradicción. Después de todo, no es algo escaso o raramente único, desde ya, sino algo hallable en varios rincones de la naturaleza. Lo que se patenta, en cambio, son las aplicaciones futuras que se consigan con ese gen en particular. Con estos temas, los bioéticos tienen la cancha abierta para debates infinitos pues una significación que viene pegada a “patentar” es la de “propiedad”. La pregunta cae por sí sola: ¿cómo alguien se atreve a llamarse propietario de algo que está en el cuerpo de una persona?, ¿qué derechos y obligaciones conllevan esas patentes?, ¿uno no es dueño de los genes y células de su propio cuerpo? En cuanto a este último interrogante, la respuesta de la Corte Suprema de California, Estados Unidos, es un rotundo no. Así lo dejó en claro en 1976 cuando a un tal John Moore le extirparon el bazo tras habérsele diagnosticado un tipo poco común de leucemia y, en vez de destruir el órgano en cuestión, el médico que lo operó tuvo la idea poco honesta de poner en cultivo, sin el consentimiento del paciente, algunas células y tejidos del órgano y encontró que producía una peculiar proteína, con la cual obtuvo una jugosa patente, la número 4.438.032. La patente de línea celular –bautizada “Mo” y que supuestamente produciría compuestos para el tratamiento del cáncer– luego fue comprada por la empresa farmacéutica suiza Sandoz por 15 millones de dólares, de los cuales Moore no vio ni un centavo.
En un reclamo de soberanía sobre su propio cuerpo, Moore llevó el caso a la Corte Suprema de California que, en contra del sentido común y de la razón, dictaminó que el demandante (Moore) no tenía ningún derecho sobre sus propias células desde el momento en que éstas abandonaron su cuerpo.
Las consecuencias de este caso sonaron tanto que ahora, en plena época de psicosis clonativa, una corporación privada norteamericana, el Instituto de Derecho de Copia del ADN en San Francisco, empresa en la que creen que pronto la clonación será tan accesible como la fertilización in vitro, lanzó una campaña entre personajes famosos –actores, músicos y otras figuritas del star system– para convencerlos de patentar su información genética con un fin bondadoso: evitar ser clonados por mentes inescrupulosas.
Propuestas desopilantemente creativas como ésta abundan: para no ir muy lejos, la semana pasada la agencia de patentes de la Unión Europea rechazó la solicitud de la empresa francesa Eden Sarl de patentar el olor de las frutillas. La empresa alega que pretendía adueñarse de esa cualidad para usar el olor en sus jabones, cremas faciales, artículos de papelería, productos de cuero e indumentaria, y supuestamente para que nadie más intente copiarla y robarle el negocio.
El peligro que asoma no incide sólo en la propiedad del cuerpo propio o de elementos presentes en la naturaleza. Con estas privatizaciones de lo biológico, también está en jaque la categoría bajo la cual caen los seres vivos. Microorganismos, especies de cultivos alimentarios básicos, organismos genéticamente modificados y animales clonados ya cruzaron el portal y ahora son considerados objetos, productos: el “oncorratón” –un ratón prefabricado, manipulado genéticamente en 1987 por la Universidad de Harvard ideal para los experimentos con terapias para el cáncer– es propiedad de la multinacional DuPont (patente europea 169.672); “Tracey” –una oveja transgénica a la que se le metieron genes humanos en las glándulas mamarias para que produzca un agente coagulante de la sangre– y sus descendientes pertenecen a la Pharmaceutical Proteins Ltd. y a Bayer (patente 5.476.995). Hasta la difunta ovejita Dolly –y la tecnología de clonación empleada en su “fabricación” por el Instituto Roslin– tenía no uno sino dos numeritos ideales para jugar a la lotería: WO 9707668 y WO 9707669.
En el caso humano, cuando algo –los genes– pasan a pertenecer a alguien –un otro, una persona ajena al portador de esa información genética– implica la cuestionable entrada en un proceso de deshumanización, o sea, la transformación de un ser, de un sujeto, en cosa. Ni más ni menos que la misma lógica subrepticia que dominó en la historia humana y que justificó durante siglos y siglos la opresión y, sobre todo, la esclavitud.
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