LA PARADOJA AMBIENTAL DE “CUANTO MEJOR, PEOR”
› Por Sergio Federovisky *
Puesto que, como se aclara en la volanta, si la operatividad no es operativa, quizás convenga revisar el pensamiento impuesto.
Tomemos, al azar, algunos ejemplos.
Uno. El funcionario a cargo de la Subsecretaría de Pesca de la Nación durante cinco años renuncia a su cargo tras conocerse que el stock de merluza del mar argentino (principal especie nadadora de exportación de estas latitudes) decreció 70 por ciento y alcanzó, de acuerdo con los científicos, su punto más bajo, luego del cual sólo se espera el colapso.
Dos. El segundo vertebrado nadador en la lista de exportaciones argentinas, habitante del río Paraná, era hasta el 2002 el pez de los pobres de solemnidad. Un dólar recontraalto permitió que el sábalo criollo se convirtiera también en el pez de los pobres de otros lares: Nigeria, Colombia, Sudáfrica. La consecuencia del negocio impensado fue la extenuación de la población de sábalos del río Paraná. A diferencia de todos los demás ríos del mundo en que ese lugar lo ocupan vegetales, el sábalo es la base de la cadena trófica de ese ecosistema. O sea, que muerto el sábalo, muerto el río.
Tres. Desde siempre, desde que al sur del Cabildo la atravesaban los terceros en dirección al Río de la Plata, el área que ocupa la ciudad de Buenos Aires tiene tendencia a inundarse, propia del último tramo de la pampa deprimida. Desde mayo de 1985, cuando un diario puso en su tapa que ése había sido “el día en que se hundió Buenos Aires”, se padecen inundaciones periódicas, recurrentes, gravísimas, y con diagnóstico académico conocido: impermeabilización del suelo, colapso de la infraestructura, ausencia de drenaje natural. La historia, sin embargo, se repite ante cada lluvia torrencial y las promesas de “obras” inundan las dramatizadas conferencias de prensa.
Cuatro. Buenos Aires genera cinco mil toneladas de basura por día y no tiene dónde disponerla. En los foros académicos se discute cómo reducir esa cantidad progresivamente. En la realidad, se simula que los ciudadanos son jugadores de básquet que deben encestar sus residuos, sin que nadie registre la existencia de un centenar de basurales a cielo abierto.
Cinco. Buenos Aires tiene un ex río, el Riachuelo. La Justicia en su máxima instancia –la Corte Suprema– declaró culpables al Estado, por su responsabilidad incumplida, y a más de cuarenta grandes empresas, por su accionar, para que se pusiera en marcha un plan que, por supuesto, poca chance tiene de ser exitoso. Y tiene un todavía río, el de la Plata, en el que oprobiosamente está prohibido bañarse pero del que sí se puede extraer el agua para 15 millones de personas, y que sólo pervive en tanto paisaje.
Seis. Brotan por doquier los señalamientos ambientales negativos a la sumisión al reino de la soja (suelos desertizados, bosques arrasados, proliferación incontrolada de venenos herbicidas). Sin embargo, en el mismo momento en que se escribe esta nota, la radio difunde las estimaciones de cierto organismo estadounidense que indica que en la cosecha 2009 de la Argentina decrecen el trigo y el maíz, y la soja marcha hacia otro récord, superando el 55 por ciento de la superficie sembrada.
Una aclaración: estos ejemplos son locales por dos motivos. Por un lado, por la proximidad, que permite saber de qué se habla, puesto que situaciones equivalentes se repiten sistemáticamente en el mundo. Pero, por otro lado, porque ciertas particularidades de la conformación del pensamiento político argentino hacen más brutales algunas conclusiones.
Estos ejemplos no persiguen imponer el pesimismo, sino poner de manifiesto un modo de pensamiento único –referido al medio ambiente– que claramente ha confirmado su ineficacia.
Estos casos tienen un puñado de cosas en común. Un elemento que hilvana a todos esos episodios –y muchos otros, como la minería o la matriz energética– es la distancia entre las recomendaciones académicas y lo que se expresa en la realidad. Sería una exageración afirmar que la ciencia tiene respuesta operativa para todo, pero sí debe reconocerse que el divorcio es desmedido: hace más de cien años Florentino Ameghino explicó la alternancia entre sequías e inundaciones, y el valor ecológico de los ríos pampeanos; en cambio, la política convirtió todos esos ríos en rectos tajos que sólo trasladan agua, agudizando aquellos dos procesos naturales. Puede pensarse en ejemplos menos antiguos. El Instituto Nacional de Investigación y Desarrollo Pesquero (Inidep), parte integrante del mismo Estado que cobija a la Subsecretaría de Pesca, evaluó que no haber tomado ninguna medida tras la crítica situación de 1998 en que la población de merluza cayó a su mínimo histórico (y Fernando De la Rúa la culpaba en el programa de Susana Giménez por la débacle de su gobierno) se paga hoy con una situación de colapso. En verdad, el organismo que regula la pesca sí tomó medidas tras la crítica situación de 1998: aprovechó que la crisis 2001-2002, en que el país se detuvo, favoreció cierta recuperación de la exangüe merluza y, tras la devaluación, entregó permisos de pesca con métodos criminales como quien entrega caramelos a la salida de un colegio.
Aquellos ejemplos también tienen en común una interesante particularidad que explica algo de la ineficacia en el tratamiento de estos temas. Las decisiones que se convierten en problemas ambientales se tramitan en sitios a los que ninguna autoridad ambiental tiene acceso intelectual, político o del tipo que sea. Y, lo que es más grosero, en la mayoría de los casos, esa autoridad ambiental –si es que existe– carece de atribuciones para lidiar con ese asunto. La cámara que reúne a los empresarios mineros en la Argentina se enoja frente a la desconfianza de buena parte de la sociedad, del ámbito académico y hasta de la política respecto del impacto de la minería a cielo abierto. Les molesta que se recuerde el caso de Montana, en los Estados Unidos, donde la minería ocupaba una enorme porción de los ingresos de ese estado postergado. Como cuenta el investigador estadounidense Jared Diamond en su magnífico “Colapso”: “En 1998, para sorpresa de la industria y de los políticos que apoyaban la industria y recibían apoyo de ésta, los votantes de Montana aprobaron en referéndum la prohibición de un método de extracción de oro plagado de problemas y denominado ‘minería de filtrado de cianuro’”. No hace falta aclarar que es el mismo método que hoy se publicita en la Argentina como la plataforma hacia el progreso. Los mineros blanden un código ambiental vigente en la Argentina. No son tan locuaces a la hora de explicar que el organismo de aplicación de ese código ambiental es la misma Secretaría de Minería que concede los permisos y proclama a esa actividad como la avenida a la felicidad.
Situación semejante se da en decenas de territorios que la sociedad y el sentido común evalúan como propio de la política ambiental por el tipo de problemas que generan, pero en los que el Estado utiliza modos arcaicos de pensamiento y de gestión.
No es que estos interrogantes no hayan estado previamente expuestos y que, incluso, algunas veces haya habido –aquí y en el resto del mundo– personas bien dispuestas a desatar este nudo conceptual. Ocurre también que muchas de las respuestas –claramente inoperantes, a juzgar por los resultados– han derivado más de la repetición de lugares comunes que de un pensamiento complejo que esté a la altura, justamente, de la complejidad del problema.
Una respuesta habitual apunta a “la falta de planificación”, como si la ocupación de terrenos bajos en el valle de inundación de los ríos metropolitanos fuera apenas consecuencia de la distracción de un funcionario de la dirección de planeamiento urbano. Muy por el contrario, que las villas se asienten en sitios con claro handicap ambiental es resultado directo de una planificación no explicitada –la difusión de ideas “marginantes” está penada por el buen gusto–, llevada a cabo por la especulación inmobiliaria consensuada con el Estado. En épocas cercanas en el tiempo pero lejanas en situación económica, Buenos Aires gozaba o padecía –según quién lo mirara– del boom inmobiliario que levantaba una torre en cada casa que se vendía y, obvio, se demolía. La norma que hizo de sostén dando legalidad a esa supuesta “no planificación” la elaboró la dictadura y un cuarto de siglo no bastó para que se discutiera un tan proclamado como postergado plan urbano ambiental.
Otra respuesta habitual está referida a una supuesta ausencia de política ambiental. Se sabe que hay una antigua y lingüística discusión acerca de si la ausencia de una política no es en sí mismo una política. Pero más allá del juego de palabras, es al menos incorrecto asegurar que no hay política ambiental en un mundo en que el gasto en este rubro se multiplicó por mil en los últimos veinte años y donde hay una proliferación de ministerios, secretarías, créditos y organismos de Naciones Unidas asegurando que la felicidad ecológica es sólo cuestión de tiempo. Debiera de todos modos hacerse una puntualización: hay ocupación administrativa de la temática ambiental, lo que efectivamente no significa que exista una política de abordaje del asunto.
Lo que habitualmente se denomina política ambiental es apenas la sumatoria de espacios públicos con escasa o nula incidencia en la génesis de los problemas. Lo que subyace, como dice el economista ecológico español Federico Aguilera Klinck, es la raíz semántica y política del concepto “problema ambiental”. ¿El problema ambiental es el envenenamiento con plaguicidas de un barrio entero en las afueras de la ciudad de Córdoba, con los correspondientes tumores, o ésa es la consecuencia –el “daño colateral”– de un problema de raigambre económica, política, social e institucional?
Edgar Morin convocaba a reconocer el error que supone mirar los problemas ambientales con la mente estrecha de lo ambiental y suponer, por lo tanto, que su solución es tecnológica: “Cada fenómeno de contaminación puede efectivamente ser aislado y encontrarse su remedio técnico, pero al mismo tiempo se enmascara el problema general, que no es un problema de tachos de desperdicios sino un problema de organización de la sociedad, del devenir industrial, de la relación sociedad-naturaleza”.
Si no hay política ambiental en tanto búsqueda de las soluciones allí donde los problemas se gestan, ¿hay ecología política?
La ecología política ha intentado brindar respuestas a los porqués pero no ha encontrado los cómo. La ecología política entiende que la modalidad de crecimiento económico como paradigma de éxito esconde la inconsistencia de pretender acumular más riqueza y más consumo en un planeta finito y sin contabilizar la pérdida neta de recursos y ambientes naturales. “La destrucción del planeta es vital para la supervivencia del sistema y viceversa”, señala con increíble crudeza, ironía y sadismo una viñeta de Andrés Rábago, el brillante humorista gráfico español conocido como El Roto. Pero, como decía Ignacio Lewkowicz, semejante claridad conceptual no ha conseguido un campo de intervención eficaz.
Si se admite que el ambiente es un ámbito donde toma forma el sufrimiento derivado del progreso tal cual lo definimos y perseguimos, quizás haya que modificar esa noción de progreso y buscar la felicidad por otras vías. Los políticos repiten, sin reflexión alguna, que la solución es el “desarrollo sustentable”. Sin embargo, y a la luz de los resultados de su implementación mundial a partir de la consagración del concepto en la Cumbre de la Tierra 1992, parece más un oxímoron que una receta: resulta claramente contradictorio presuponer que el desarrollo, entendido como crecimiento económico con más presión sobre los recursos naturales, pueda ser persistente en el tiempo.
“El capitalismo transforma cada progreso económico en una calamidad pública”, decía Marx. Basta releer los ejemplos del comienzo de esta nota para comprobarlo.
* El autor es presidente de la Agencia Ambiental de la Ciudad de La Plata. Autor de El medio ambiente no le importa a nadie y de Historia del medio ambiente.
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