OPINIóN
Sobre la guerra de las ciencias y el grandote del barrio
Por Sergio Caletti *
La lectura de la nota sobre “Ciencias Naturales vs. Ciencias Sociales” (del 24/5), suscitó en mí algunas reflexiones que quisiera compartir con los lectores de Futuro.
Lo primero es comunicar una cierta decepción ante el material ofrecido. Descuento que el debate protagonizado por Esther Díaz y Mario Castagnino fue más amplio que lo que se reprodujo de él. A sabiendas de ello, no puedo sino remitirme a lo que apareció impreso. Pero la nota promete una polémica que no tiene lugar. Los polemistas, más bien, aparecen interesados en soterrar el problema antes que a visibilizarlo, pese a los intentos de Leonardo Moledo por agitar la cuestión. Más aún: el inevitable editing del material tiende a producir un efecto general de lectura por el cual la cuestión de fondo termina aplastada en el autoritarismo de argumentos simplificadores como el de los fármacos (“¿cuáles buscarías para el tratamiento de una enfermedad: los producidos según protocolos científicos o más bien según protocolos religiosos?”), recurso más parecido a la prepotencia del grandote del barrio que a un análisis abierto de las zonas que efectivamente merecen ser exploradas sin preconceptos. Y ni Díaz ni Castagnino reponen el debate en su lugar.
Digamos que efectivamente la ciencia prevalente es el grandote del barrio (o alrededor de ella muchos se comportan como si lo fuera). Igual que todos los especímenes de esa clase, intenta cumplir el doble rol de todas las ilegitimidades: juez y parte. Me explico: en términos generales pero pertinentes, las instituciones y discursos que emergen bajo esa concepción de ciencia, además de ser parte interesada (en el debate con sus adversarios), terminan instalándola en el lugar del tribunal que finalmente dirime lo que es y lo que no es ciencia, ahora en la acepción más general de conocimiento riguroso. Así cualquiera. (...). La estrategia cientificista (por llamarla de algún modo) es siempre la misma, como la de cualquier grandote: plantear competencias donde se sabe ganador y obligar a que sea allí –por seguir con la metáfora, por ejemplo en el boxeo o en el sumo– donde se resuelva quién tiene razón. Habría que ver qué ocurre en la carrera de 400 m llanos. (...)
Quisiera poder contribuir a una reubicación quizá más fértil del debate en otros términos. 1) La disputa existe y se sostiene en sistemas de prejuiciamiento recíproco y en el silencio. Ocurre de soslayo. Ojalá se ventilara de una vez. Así, resulta insidiosa porque implica la denegación recíproca de las posiciones que se suponen del otro. Llevamos más de un siglo con el tema (remember Geisteswissenschaften y Naturwissenschaften) y parece discutírselo hoy menos que antes, aunque no por haberse alcanzado la respuesta. 2) La controversia no es, en rigor, entre unas disciplinas y otras. Ese es su ropaje. Por eso no acuerdo con las propuestas de complementariedad (Castagnino) o de interdisciplinariedad (Díaz), declaraciones de buena voluntad que ocultan más de lo que aclaran. Lo interesante de la controversia se resumiría tal vez mejor señalándola entre las posiciones que reconocen los “agujeros” de la concepción dominante y avanzan sobre ellos, y las de quienes creen que cualquier agujero es un abismo en potencia (y debe ser reprimido). 3) No hay simetría alguna entre estas dos posiciones. Es como comparar –otra metáfora desmesurada– el régimen de la democracia representativa con experiencias desarticuladas de autogestión. La autogestión, al menos en las experiencias visibles, no sirve para gobernar país alguno, pero sí para dar cuenta de las insuficiencias de la democracia representativa, que es necesario reconocer, denunciar e investigar. Dicho de otro modo: el problema no es entre ciencia dominante y pseudociencia. Ese es un debate aburrido y obsoleto. En todo caso, el problema es que siendo la primera el más complejo sistema disponible de producción de problemas y tentativas de respuesta, son muchas las anomalías que pese a ello afronta, o bien son muchas las zonas sobre las que resulta más que torpe a la hora de interrogar. El asunto no es tirar la ciencia dominante por la ventana ni tampoco “defenderla de amenazas oscurantistas”, como quizá gustaría decir Alan Sokal. En cambio, podría ser: ¿qué hacemos con aquellos fenómenos para con los cuales la ciencia canónica falla de manera sistemática? Y no sólo qué hacemos, también qué es lo que implica su existencia incuestionada. ¿Hasta qué punto esas fallas sistemáticas comprometen el lugar de privilegio social, académico y político que se insiste en asignar tozudamente a un modelo de ciencia? 4) Las llamadas ciencias sociales son con frecuencia sede de, al menos, una de esas zonas de fenómenos para las cuales la concepción dominante de ciencia es tan inútil como el grandote corriendo los 400 metros llanos. Pienso, por ejemplo, en los problemas del sentido en la producción de la vida social. Menudo asunto. (...) Para decirlo simplificadamente, me refiero a los problemas que dejó pendientes Max Weber. ¿El sentido de la acción participa en la producción (objetiva) de la realidad social? Hay acuerdo en la afirmativa, y distintos desarrollos conceptuales existen al respecto. ¿Pueden trabajarse estos problemas desde las pautas ofrecidas por la concepción dominante de ciencia? No. ¿Significa ello que hay en las ciencias sociales un completo edificio alternativo? Tampoco. ¿Debemos entonces abandonar la cuestión y rendirnos a los diseños experimentales o cuasi experimentales? Mucho menos. 5) Invirtamos los términos. ¿No exige este reconocimiento de imposibilidad poner una y otra vez bajo la lupa de la crítica la concepción dominante de ciencia, su noción de verdad, su sacralización del método (“científico”), su soberbia imbancable, sin que el hacerlo lleve a permutar médico por curandero?
El argumento foucaultiano de la episteme, esgrimido por Díaz, es insuficiente. La discusión que la ciencia dominante todavía plantea (e ignorarla es otorgar callando) no gira en torno de las condiciones de posibilidad para la instauración de un régimen de verdad. Es previo y es distinto a ello. Las ciencias sociales, adoptando a veces una actitud defensista, ceden a la tentación de salvar las papas de su validación con argumentaciones historicistas. Allí anida uno de los aspectos de la cuestión. En general, la ciencia dominante –como el grandote torpe– compite por la carga veritativa de sus proposiciones. Y la eficacia de un buen número de sus resultados (particularmente tecnológicos) se constituye en el recurso final a favor de la legitimidad de una formulación dogmática, que rezaría más o menos así: ciencia es lo que sigue la norma que ya se ha establecido y lo demás son pamplinas. ¿Es posible algo más reaccionario? (...) El sentido común termina más de una vez siendo el aliado político para la preservación de los todavía injustificados privilegios políticos y epistemológicos del modelo de la física teórica para el conocimiento en general.
* Profesor titular de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA) y de la Universidad Nacional de Quilmes.