HISTORIA DE LA CIENCIA: GEOLOGíA
El tiempo profundo
por Leonardo Moledo
Los plutonistas triunfaron sobre los neptunistas y el fuego, confuso y de estirpe romántica, que estallaba en los volcanes y levantaba la corteza fabricando montañas y cordilleras le ganó la batalla a la bella teoría del océano en retirada.
Pero no sin consecuencias: el océano primordial se adaptaba, aunque con dificultades a la cronología corta del relato bíblico, pero al desaparecer dejó al descubierto un océano nuevo, esta vez de tiempo. Porque pensar, como sostenían Hutton y los plutonistas, que la superficie de la Tierra había sido moldeada a lo largo del pasado por las mismas fuerzas que la modificaban ahora (la erosión, la sedimentación, la lluvia, el viento, la elevación de la corteza, volcanes y terremotos) y al mismo ritmo –esto es, el uniformismo– tenía una sola consecuencia posible: ese pasado debía, forzosamente, ser inmenso.
De pronto quedó al descubierto, de un saque, el “tiempo profundo”, el enorme tiempo geológico, que transcurre por debajo de nuestro tiempo cotidiano que medimos en días y años, por debajo del tiempo histórico que contabilizamos en siglos; las fuerzas que modifican la superficie de la Tierra actúan en forma lenta, increíblemente lenta: los ríos cavan sus cañadones a través de los siglos, las rocas son moldeadas por la lluvia a través de los milenios, las montañas se elevan con paciencia exasperante; por acción del material fundido que está debajo, la corteza asciende sin que nadie lo note, y una cordillera puede tardar millones de años en formarse.
La gente, que estaba acostumbrada a pensar en un mundo recientemente creado, en una breve historia de seis mil años a lo sumo, recibía un terrible golpe conceptual: descubrían que su tiempo, el tiempo de sus vidas, prácticamente no contaba en la inmensidad de los tiempos geológicos, descubrían que los ríos y los océanos, las montañas y los volcanes, eran mucho más importantes y más antiguos que ellos, que sus culturas y civilizaciones. Pero no un poco más antiguos, mucho, pero mucho más antiguos; tanto, que resultaba difícil de creer.
Pero, ¿cuán antiguo? ¿Cuánto se extendía esa especie de eternidad hacia atrás? Ya en 1778, Buffon, partiendo de la idea de que la Tierra era un fragmento desprendido del Sol que se había enfriado lentamente, estimó esa eternidad en 74 mil años; la cifra causó escalofríos, y nadie la creyó, aunque en realidad no era nada, nada de nada; cuando Lyell publicó en 1930 su Geología de 1830, que más tarde inspiraría a Darwin la teoría de la evolución, se hablaba ya de millones de años; a mediados del siglo XIX, Lord Kelvin calculó la edad de la Tierra en cien millones de años, nada menos: casi mil quinientas veces más que la cifra alocada de Buffon. Pero a fines del siglo, el número había trepado a mil quinientos millones de años, y más tarde, cuando se pudieron datar las rocas con elementos radiactivos, Arthur Holmes arrojó, para el pasado de la Tierra, la cifra de cuatro mil quinientos millones de años, que es la que aceptamos actualmente.
Cuatro mil quinientos millones de años: es muchísimo. Si la comprimiéramos en un año, la vida humana media duraría apenas ocho décimas de segundo. El tiempo profundo se mueve en una escala diferente, inaccesible aun a los dioses de las viejas mitologías, o incluso al Dios cristiano, y al lado de las cuales el tiempo de nuestras vidas y nuestras propias maneras de percibir el tiempo no significan nada. Tropezar con una roca es tropezar con el tiempo; cuando se nos cure la lastimadura, la roca todavía estará ahí, y cuando nazcan los taranietos de los nietos de quienes están leyendo (y escribiendo) esto, la roca seguirá estando allí,casi sin cambios. Quizá por eso los geólogos, dicen, son gente melancólica y escéptica, y no usan nunca un reloj.