› Por Mariano Ribas
Hace medio siglo, un astrónomo holandés se despachó con una extraña teoría: según decía, el Sistema Solar no se terminaba en Plutón, sino que se extendía de allí hacia afuera en un enorme y delgado anillo formado por pequeños objetos helados. Un lugar del que, supuestamente, provenía buena parte de los cometas. Por aquel entonces, la idea de Gerard Kuiper casi parecía una osadía. Y es lógico, porque no había ni la más mínima prueba de que tal cosa existiera. Sólo se trataba de una presunción medianamente razonable. Pero Kuiper tenía razón, aunque nunca lo supo: a principios de los años 90, un grupo de astrónomos detectó un objeto a una distancia similar a la del noveno planeta. Y, desde entonces, le siguió una verdadera catarata de descubrimientos. Son pequeños munditos helados, físicamente similares a Plutón, pero más chicos. Hoy ya nadie duda de la existencia del Cinturón de Kuiper, la frontera helada de nuestro barrio planetario. Es una nueva región que pide a gritos ser explorada, y que, también, nos obliga a revisar la verdadera naturaleza del propio Plutón, que hasta ahora parecía ser el único centinela de los arrabales planetarios.
El misterio de los cometas
El descubrimiento de la frontera helada tiene mucho que ver con los cometas.
De hecho, la teoría de Gerard Kuiper, de 1950, trataba de explicar el
lugar de origen de los cometas periódicos, aquellos que visitan las cercanías
del Sol con cierta frecuencia (a intervalos menores a 200 años), como
el Halley, el Encke o el Borrelly. Y en este esfuerzo, Kuiper no estaba solo:
ese mismo año, su compatriota Jan Oort sostuvo que los cometas no periódicos
(aquellos con órbitas enormes, de cientos o miles de años) provenían
de una gigantesca esfera desde entonces conocida como la Nube de
Oort que envolvía a todo el Sistema Solar, pero cuyo borde
interno estaba miles de veces más lejos que el anillo de objetos que
proponía su colega. A distinta escala, ambos estaban hablando de dos
verdaderos reservorios de cometas. Y aquí es imposible no mencionar a
otro personaje: Fred Whipple que, también en 1950, definió impecablemente
a estos objetos como bolas de nieve sucia. Efectivamente: los cometas
son desprolijas amalgamas de gases congelados, roca y polvo que, cuando se acercan
al Sol, sufren esa espectacular metamorfosis que los convierte en uno de los
espectáculos más grandiosos de la astronomía. Pero ésas
son otras historias. Todavía en 1973, cuando murió Kuiper, nadie
había encontrado al supuesto anillo de escombros cometarios en la zona
de Plutón. Y la idea comenzó a apagarse.
Primeras evidencias
Todo empezó a cambiar pocos años más tarde: en 1977, el
astrónomo Charles Kowall descubrió a Quirón, un extravagante
objeto de apenas 200 kilómetros de diámetro que se
pasea en una igualmente extravagante órbita alrededor del Sol, que lo
acerca tanto como Saturno, pero que lo aleja tanto como Urano. No pasó
mucho tiempo hasta que se hizo evidente que esta cosa originalmente
provenía de una zona más lejana, y que con el tiempo había
achicado su derrotero orbital. Ya a principios de los 80, distintas simulaciones
por computadora demostraron que, millones de años atrás,muchos
cometas orbitaban al Sol en zonas más distantes y heladas que las actuales
(bien adentro del Sistema Solar tradicional), aunque no tan lejanas como la
Nube de Oort. Se apuntaba, como mínimo, a la vecindad de Neptuno y Plutón.
El fantasma de Kuiper asomaba.
¡Eureka!
Pero para que el Cinturón de Kuiper realmente se hiciera carne hacía
falta algo mejor. La tarea no era fácil, porque había
que encontrar cosas relativamente chicas a grandes distancias. Pero después
de años de rastreo sistemático, aquel algo mejor finalmente
cayó en las redes de los astrónomos: en 1992, David Jewitt (Universidad
de Hawaii) y su colega Jane Luu (MIT Lincoln Laboratory) encontraron un objeto
pálido con una órbita casi circular y poca inclinación.
Estaba a 5500 millones de kilómetros del Sol, una distancia equiparable
a la de Plutón, pero en otro lado. Las estimaciones de brillo revelaron
que 1992 QB1 tal como fue bautizado medía poco más
de 200 kilómetros de diámetro. Y el análisis de su espectro
indicaba (tal como se esperaba teniendo en cuenta las bajísimas temperaturas
de esos sitios tan alejados del calor solar), que estaba formado principalmente
por gases congelados. Era el primer Objeto del Cinturón de Kuiper
(KBO, su sigla en inglés). Bueno, en realidad, y como ya se verá,
no era tan así. Sea como fuera, la cosa iba tomando color.
El Cinturón toma
forma
Un año más tarde, ya se habían encontrado cuatro KBOs más.
Y en 1994, la lista ya sumaba 17. Cada año superó holgadamente
al anterior en cantidad de descubrimientos, y actualmente ya se ha catalogado
casi un millar. Y la cifra incluye varios de tamaño más que respetable,
como Varuna e Ixión, de casi 1000 kilómetros de diámetro,
y al más grande de todos: Quaoar, detectado en 2002, y que mide 1300
kilómetros (de hecho, es el objeto más grande descubierto en el
Sistema Solar desde el mismísimo Plutón, en 1930). En la otra
punta, hay KBOs bastante insignificantes, de apenas 50 o 100 kilómetros.
Teniendo en cuenta distintas variables, entre ellas las actuales tasas de descubrimiento
y tamaños, se estima que el Cinturón de Kuiper estaría
formado por no menos de 100.000 integrantes mayores a los 100 kilómetros.
Y todos desparramados en forma de anillo a distancias de entre 30 y 50 unidades
astronómicas del Sol. E incluso, más allá (una unidad astronómica
equivale a la distancia Tierra-Sol, unos 150 millones de km. Plutón,
por ejemplo, está, en promedio, a 40 UAs del Sol). Ante semejantes cifras,
queda bien claro que se trata de una estructura mucho más importante
que el Cinturón de asteroides ubicado entre Marte y Júpiter.
Y claro, formado por objetos de una naturaleza muy diferente: masacotes de hielo
y roca. Como los cometas, pero dormidos. Tal como suponía
Kuiper, ése es el lugar de donde provienen muchos de ellos.
El caso de Plutón
El descubrimiento de esta frontera helada va mucho más allá de
la revisión de la maqueta clásica del Sistema Solar. La abrumadora
presencia de todos esos cuerpos helados también pone en tela de juicio
la verdadera identidad de Plutón. Es que el misterioso mundo descubierto
por el gran Clyde Tombaugh está literalmente mezclado con todos ellos.
Y eso no es un detalle menor. Y si bien es cierto que es un poco más
grande, y presenta un brillo superficial bastante mayor (probablemente porque
su atmósfera cada tanto deposita gases que se congelan en la superficie),
el hasta ahora noveno planeta no parece ser muy distinto en su anatomía
a sus hastahace poco desconocidos vecinos. Sí, hasta ahora, a la luz
de estos hallazgos, muchos astrónomos se han convencido aún más
de lo poco adecuada que sería la palabra planeta para este
mundo de sólo 2300 kilómetros de diámetro (más chico,
incluso, que nuestra Luna). Más bien, prefieren hablar de Plutón
como el principal integrante del Cinturón de Kuiper.
Heladas especulaciones
El conocimiento de esta región del Sistema Solar aún está
en pañales. Y se entiende: apenas han pasado once años del primer
hallazgo. Pero hay buenas razones para pensar que la estructura de los KBOs
es prácticamente idéntica a la de sus primos que se descuelgan
hacia el Sol, los cometas: hielo, roca, polvo y moléculas orgánicas
ricas en carbono. También se sabe que son escoria sobrante de la formación
del Sol y los planetas, materiales livianos que fueron lanzados hacia afuera
por la presión de la radiación y el viento solar. No se sabe bien
si forman familias, como los asteroides, ni por qué no llegaron a formar
algo más grande, aunque es razonable pensar que los tirones gravitacionales
del cercano Neptuno hayan tenido algo que ver, impidiendo la unión de
estos materiales helados y dispersos en un cuerpo mayor (algo similar a lo que
les habría pasado a los asteroides por culpa de Júpiter). Tampoco
está del todo claro cuáles son los límites exteriores de
esta formación, pero se supone que debería perderse paulatinamente
a lo largo de miles de millones de kilómetros más allá
de Plutón. Y por último, y esto es esencial, aún no se
ha encontrado a los verdaderos cometas: en general, estas bolas
de nieve sucia miden apenas unos kilómetros, y en el cinturón
sólo se han encontrado cosas mucho mayores. Pero eso se explicaría
porque aún es casi imposible detectar objetos tan diminutos a semejantes
distancias (el propio Plutón es apenas un punto aún para los mejores
telescopios). Sin dudas, son muchos interrogantes. Y una excelente manera de
empezar a despejarlos es enviar un explorador.
Nuevos horizontes
Tras muchas idas y vueltas, la NASA ya tiene en vista a ese explorador: se llama
New Horizons (Nuevos Horizontes). Después de declarar a la
misión de altísima prioridad, la agencia espacial
estadounidense ya ordenó la construcción de la sonda. Según
parece, partiría a comienzos de 2006, y luego de hacerla pasar cerca
de Júpiter, para acelerarla y redirigirla, New Horizons sobrevolaría
de cerca a Plutón y su luna Caronte hacia 2015, realizando un completo
estudio de su superficie, clima, y geología. Por primera vez en la historia
tendremos vistas cercanas de estos mundos lejanos, una vieja deuda de la exploración
interplanetaria. Luego, la nave seguiría camino, y al cabo de algunos
años más visitaría a algunos otros integrantes del cinturón.
Aquella frontera helada tan bien soñada por Gerard Kuiper.
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